Jaime Mesa
Estoy en un bar
llamado Mexican Sheebah que se ubica en la parte donde debería estar el
estacionamiento del hotel donde me hospedo. Lo han acondicionado con sombreros,
sarapes de Saltillo y un toro mecánico.
Estará abierto un mes, durante el
Mundial. Aunque estaba pensado, según dice el dueño, para los mexicanos una
buena parte de los clientes son locales y de los países de los que Cape Town es
sede. Visto una chamarra de los Springboks, la selección representativa de
Sudáfrica en rugby. Es una manera de devolver la hospitalidad de los últimos
días. El lugar, un largo sótano, cuya barra está en medio, luce a reventar.
Todos usamos chamarras y bufandas porque el frío es una constante. Saludo a
varios mexicanos con los que he convivido toda la semana. No veo al Chapulín,
paradójico icono mexicano de este Mundial. Ven en los periódicos que los
Chapulines han invadido Sudáfrica.
Pido la última Castle de mi estancia. En unas
horas haré el recorrido Cape Town-Sao Paulo-Lima-México y el Mundial Sudáfrica
2010 habrá terminado para mí. Sé que el recordatorio cotidiano de la rivalidad
entre naciones, de la pasión incontrolable, de las caminatas hacia el estadio,
de que todo es futbol, no existirá más. Si acaso, breves horas arrebatadas a la
oficina para ver a regañadientes un partido por Sky. Así que preferiré no
hacerlo.
En el bar aún deambulan seis sudafricanas de
piel blanca (odio hacer esta distinción) que venden besos a 50 Rands. Un amigo
de Tlaxcala se ha enamorado de una de ellas, de nombre Lily, y pregunta si hoy
trabaja. Se lamenta porque ni siquiera le ha dado tiempo de pedirle su correo
electrónico.
Aquí la afición sólo es verde, no está dividida
como veo en Twitter o Facebook, donde muchos apuestan porque la selección
pierda. Todo es México. Ni siquiera porque Aguirre repetirá al Conejo ni a
Franco y deja en la banca al Chicharito. Trato de ordenar mis ideas, siento el
mismo caos que en la primera crónica. La Moleskine está casi llena y me
apresuro en los últimos apuntes para que cuando termine el partido suba a la
habitación y mande el texto final. “Ya no escribas, escritor”, me dicen varios
al unísono, “hoy es día de la selección. Diles en México que hoy se inventen
sus crónicas”.
Retomo los apuntes luego de que México ha dado
un cambio rotundo a su historia en Mundiales. Están venciendo a una de las
selecciones grandes del mundo. El Chicharito ha pasado por alto un fuera de
lugar y luego de una finta acaba de anotar el gol número 2100 en la historia de
la Copa del Mundo, y el 50 en la de México. Sé que hoy sólo habrá un solo
equipo en Cape Town y será verde. Los sudafricanos, el Bafana Bafana, se unirán
a la celebración. “Se repite el 5 de mayo, cabrones”, y empieza la euforia.
Sucede esto: se debe escribir Ciudad del Cabo y
no Cape Town. Cualquier buen editor
de periódico lo sabe. Es más así lo escribía en Facebook los días previos a venir.
Pero luego de estar aquí, de oír a los habitantes pronunciarlo una y otra vez y
ver la correspondencia de la palabra con el objeto, si digo o escribo
"Ciudad del Cabo" sé que es otra ciudad... sinceramente no sé qué es
Ciudad del Cabo pero Cape Town sí. Escribo fragmentos nostálgicos y sé que debo
darles la vuelta. Pienso mejor en Salcido que derrumba la pradera izquierda, y
en Héctor Moreno atrás; pero también en Rafa Márquez que hoy sí es un verdadero
Káiser, y en Giovanni Dos Santos que las pelea todas. El conjunto mexicano es
un equipo. No tiene grandes figuras (Ribery, Henry) pero sí 23 tipos que saben
que podrían conseguir la hazaña.
Tampoco esta crónica debe ser la reseña del
partido. Mañana (hoy mismo en internet) estará en todas partes. Así que pongo fastforward y veo una muchedumbre dentro
de un sótano, bailando, abrazándose, quitándose las gruesas chamarras para
brincar mejor. Las sudafricanas reparten besos gratis pero Lily, la imposible,
no aparece. Los únicos que no celebran son cinco franceses, con gorros altos
incluidos, que salen en silencio; también tres argentinos que no dejaron de
jugar futbol de salón en una pequeña cancha ubicada cerca del toro mecánico.
Fintaban, gritaban al gol, corrían detrás de un pequeño balón fingiendo ser
Messi o Higuaín. Argentinos. Lo peor y lo mejor de Sudamérica. La noticia es
que si México no queda en primer lugar del grupo posiblemente enfrente a su
demonio albiceleste en octavos. Ya veremos.
Poco a poco el bar se vacía porque hay una cita
que cumplir en las calles de Cape Town. Hay que revisar cifras pero hay
mexicanos por todos lados, en cada estadio, en cada calle. Algunos de mis
compañeros de vuelo se internan en la selva de bares ya ebrios y sin mucha
intención de alistarse para el viaje.
Yo prefiero no ir. Quizá cuando acabe la maleta
baje a cenar la última Wimpy. Hago cálculos y sería riesgoso emprender la
marcha para ordenar otra brocheta de cocodrilo, o buscar ese restaurante donde
dicen que venden elefante y que nunca encontré.
Las maletas son el mejor síntoma de que el
viaje está acabando. Cuesta trabajo cerrar la mía y pienso en si habré
sobrepasado los kilos permitidos. Reviso los Rands en mi cartera: 270; y busco
los dólares que guardé para el tránsito en los aeropuertos. Los últimos dos
días he pasado la voz de que en Sudáfrica devuelven el importe de los impuestos.
La mayoría no ha guardado los tickets de compra pero yo soy feliz poseedor de
unos 50 dólares extra que, lo sabré después, me pagarán con un flamante cheque.
Reviso los souvenirs que he comprado, dos tazas, una playera de la selección de
Sudáfrica (la verde, no la amarilla) y distintas curiosidades que inocentemente
creo que me devolverán a estos días cuando esté lejos.
En Twitter se dice que con la segunda vuelta
del Mundial se han animado las cosas y que de ahí en adelante todo será mejor.
El futbol es alimentar la frustración constantemente.
Repaso de nuevo las negativas que me he dado para extender mi
estancia. Pienso, sobre todo, en los amigos, a quienes les he reportado los sucesos del
viaje minuto a minuto. Entiendo que otra condición terrible del
viaje es la gente querida que dejas allá; ellos son el ancla que te advierte
que aún a pesar del mundo afuera está
la vida diaria: única dueña absoluta del resto de nuestros días. Entonces sé
que debo volar de una vez por todas porque África es un continente adictivo y,
en términos reales, podría quedarme 20 días más.
Este día no ha sido africano. Pago la cuenta de
mi habitación, descubro que el internet por el que sufrí toda la semana y por
el que, según mis cuentas debía unos 280 Rands, ha salido gratis. Bendita
hospitalidad africana de nuevo. Le regalo un gorro de México al conserje que
era capaz de conseguir una lata de Coca Cola o un buen café a las cuatro de la
mañana. Hoy África se integra a mí de una forma irreconocible.
En el aeropuerto salgo a estirar las piernas y
me encuentro con Peter, un guía sudafricano (blanco) que habla un español
rudimentario pero entendible. “Ustedes sólo conocieron una parte pequeñísima de
África, casi nada. La próxima vez deben venir dos meses como mínimo”, y tiene
razón. Aunque Johannesburgo fue una experiencia salvaje, la experiencia en Cape
Town fue casi higiénica. Sin embargo, pienso que más que la ciudad, mis amigos africanos
y sus historias fueron el redondeo de la vivencia. Peter se disculpa porque
debe alcanzar a unos daneses a los que mañana llevará a nadar entre tiburones
blancos. “Salúdenme a Cancún”, nos grita a la distancia.
Supongo que es eso, es como si alguien va a
Cancún y piensa que conoció México. Pero no me detendré en eso minutos antes de
subirme al avión. Arrastro un cansancio terrible. Durante estos días viví en
dos horarios porque mientras estaba en la realidad
real, en México dormían; y cuando me tocaba dormir, allá cada minuto se
iniciaba el diálogo con alguien que quería que le relatara cómo era Sudáfrica.
No pensaré, entonces, que desperdicié una semana de mi vida. Pero el olvido de
las experiencias vividas empieza a cobrar la factura. “Vivir es un proceso de
olvido”, ha dicho Daniel Sada. La salida del hotel, las despedidas, las maletas
en el camión se parecen mucho al tránsito por un “no lugar” de los que hablaba
Marc Auge. He dejado África antes de tiempo.
Creo que lo menos importante para México, o
para Puebla, en estos momentos es el Mundial. Leo los periódicos y mi frágil
inocencia se desbarata porque todos llevan, acaso, sólo un pequeño recuadro con
los resultados. Las páginas enteras, los canales dedicados al futbol, las
conversaciones cien por ciento futboleras sólo pueden darse aquí. Veo que en
Puebla hubo un debate y que los medios empiezan a tomar decisiones políticas.
Pienso en que he desaprendido ese seguimiento y actitud hacia ese día a día que
culminará el día de las elecciones. Sé que ya no estoy en África porque pienso
en eso.
Pero hay una tranquilidad en mí. Algo queda de
los viajes después de todo. Escribo estas líneas y pienso continuar esta
costumbre de escribir crónicas, antes de ponerme a trabajar en la nueva novela.
Sé que de esa forma estaré al margen de las cenas políticas, de las campañas,
de las listas de candidatos etéreos para dirigir esto o aquello. Pienso en esa
vitalidad de Jojo, o la dureza de decisión de George, de tantos otros. La
dignidad en los ojos de Jojo no puede comprarse con el oro de Johannesburgo.
Cuando vuelva a Puebla regresaré a mi costumbre de pasar de la oficina a mi
casa, de mi casa a la oficina. Sólo hacer el trabajo que me toca y nada más.
Escribir, viajar y escribir lo que he visto. Incluso escribir esta fantasía que
dura 30 días; un “mundo rosa” (diría un amigo periodista) en el que sólo el
futbol importa. “Para esto es el futbol, para conocer gente que de otra manera
nunca hubieras conocido.” Entonces sé que aquel juego de patear un balón y correr
es sólo un pretexto. Shakira sigue sonando en todos lados. Imagino el
desbarajuste que sucedería si Colombia organiza un Mundial y una cantante
Paquistaní canta la canción pop oficial.
La selección mexicana de futbol nos despide con
una victoria. “Comentan que alguien anda firmando tus libros, y despachando
desde tu oficina”, me dicen en broma por Facebook. Ya veremos. Estos días del
mundial de Sudáfrica. Este continente que aún sigue siendo desconocido. El mar
y la montaña de Cape Town. Las niñas africanas bailando en shorts fuera de un
Woolworth. El Soccer City el día de la inauguración lleno de mexicanos y
sudafricanos. Los queridos Bafana Bafana. El canto terrible de sus vuvuzelas
zulú. La lucha parcial de un Mandela al que quizá ya no le lleven noticias de
la discriminación dura y cruel del día a día. Los mexicanos diciendo “ya no
podría pedir más, me doy por bien servido”. Los mexicanos que hoy se fueron de
fiesta y perdieron el avión. La calle de los bares y el cocodrilo. La escritura
día a día de mi paso por este país, por esta ciudad, porque esta pequeña
Disneylandia mundialista. Las crónicas para el periódico. La escritura, siempre
la escritura. Sudáfrica y México al mismo tiempo. Viajar es un proceso de
memoria. La conciencia del viaje es un proceso de olvido.
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