martes, 11 de junio de 2013

Día 7, la conciencia del viaje como proceso de olvido



Jaime Mesa



Estoy en un bar llamado Mexican Sheebah que se ubica en la parte donde debería estar el estacionamiento del hotel donde me hospedo. Lo han acondicionado con sombreros, sarapes de Saltillo y un toro mecánico. 


Estará abierto un mes, durante el Mundial. Aunque estaba pensado, según dice el dueño, para los mexicanos una buena parte de los clientes son locales y de los países de los que Cape Town es sede. Visto una chamarra de los Springboks, la selección representativa de Sudáfrica en rugby. Es una manera de devolver la hospitalidad de los últimos días. El lugar, un largo sótano, cuya barra está en medio, luce a reventar. Todos usamos chamarras y bufandas porque el frío es una constante. Saludo a varios mexicanos con los que he convivido toda la semana. No veo al Chapulín, paradójico icono mexicano de este Mundial. Ven en los periódicos que los Chapulines han invadido Sudáfrica.
Pido la última Castle de mi estancia. En unas horas haré el recorrido Cape Town-Sao Paulo-Lima-México y el Mundial Sudáfrica 2010 habrá terminado para mí. Sé que el recordatorio cotidiano de la rivalidad entre naciones, de la pasión incontrolable, de las caminatas hacia el estadio, de que todo es futbol, no existirá más. Si acaso, breves horas arrebatadas a la oficina para ver a regañadientes un partido por Sky. Así que preferiré no hacerlo.
En el bar aún deambulan seis sudafricanas de piel blanca (odio hacer esta distinción) que venden besos a 50 Rands. Un amigo de Tlaxcala se ha enamorado de una de ellas, de nombre Lily, y pregunta si hoy trabaja. Se lamenta porque ni siquiera le ha dado tiempo de pedirle su correo electrónico.
Aquí la afición sólo es verde, no está dividida como veo en Twitter o Facebook, donde muchos apuestan porque la selección pierda. Todo es México. Ni siquiera porque Aguirre repetirá al Conejo ni a Franco y deja en la banca al Chicharito. Trato de ordenar mis ideas, siento el mismo caos que en la primera crónica. La Moleskine está casi llena y me apresuro en los últimos apuntes para que cuando termine el partido suba a la habitación y mande el texto final. “Ya no escribas, escritor”, me dicen varios al unísono, “hoy es día de la selección. Diles en México que hoy se inventen sus crónicas”.
Retomo los apuntes luego de que México ha dado un cambio rotundo a su historia en Mundiales. Están venciendo a una de las selecciones grandes del mundo. El Chicharito ha pasado por alto un fuera de lugar y luego de una finta acaba de anotar el gol número 2100 en la historia de la Copa del Mundo, y el 50 en la de México. Sé que hoy sólo habrá un solo equipo en Cape Town y será verde. Los sudafricanos, el Bafana Bafana, se unirán a la celebración. “Se repite el 5 de mayo, cabrones”, y empieza la euforia.
Sucede esto: se debe escribir Ciudad del Cabo y no Cape Town. Cualquier buen editor de periódico lo sabe. Es más así lo escribía en Facebook los días previos a venir. Pero luego de estar aquí, de oír a los habitantes pronunciarlo una y otra vez y ver la correspondencia de la palabra con el objeto, si digo o escribo "Ciudad del Cabo" sé que es otra ciudad... sinceramente no sé qué es Ciudad del Cabo pero Cape Town sí. Escribo fragmentos nostálgicos y sé que debo darles la vuelta. Pienso mejor en Salcido que derrumba la pradera izquierda, y en Héctor Moreno atrás; pero también en Rafa Márquez que hoy sí es un verdadero Káiser, y en Giovanni Dos Santos que las pelea todas. El conjunto mexicano es un equipo. No tiene grandes figuras (Ribery, Henry) pero sí 23 tipos que saben que podrían conseguir la hazaña.
Tampoco esta crónica debe ser la reseña del partido. Mañana (hoy mismo en internet) estará en todas partes. Así que pongo fastforward y veo una muchedumbre dentro de un sótano, bailando, abrazándose, quitándose las gruesas chamarras para brincar mejor. Las sudafricanas reparten besos gratis pero Lily, la imposible, no aparece. Los únicos que no celebran son cinco franceses, con gorros altos incluidos, que salen en silencio; también tres argentinos que no dejaron de jugar futbol de salón en una pequeña cancha ubicada cerca del toro mecánico. Fintaban, gritaban al gol, corrían detrás de un pequeño balón fingiendo ser Messi o Higuaín. Argentinos. Lo peor y lo mejor de Sudamérica. La noticia es que si México no queda en primer lugar del grupo posiblemente enfrente a su demonio albiceleste en octavos. Ya veremos.
Poco a poco el bar se vacía porque hay una cita que cumplir en las calles de Cape Town. Hay que revisar cifras pero hay mexicanos por todos lados, en cada estadio, en cada calle. Algunos de mis compañeros de vuelo se internan en la selva de bares ya ebrios y sin mucha intención de alistarse para el viaje.
Yo prefiero no ir. Quizá cuando acabe la maleta baje a cenar la última Wimpy. Hago cálculos y sería riesgoso emprender la marcha para ordenar otra brocheta de cocodrilo, o buscar ese restaurante donde dicen que venden elefante y que nunca encontré.
Las maletas son el mejor síntoma de que el viaje está acabando. Cuesta trabajo cerrar la mía y pienso en si habré sobrepasado los kilos permitidos. Reviso los Rands en mi cartera: 270; y busco los dólares que guardé para el tránsito en los aeropuertos. Los últimos dos días he pasado la voz de que en Sudáfrica devuelven el importe de los impuestos. La mayoría no ha guardado los tickets de compra pero yo soy feliz poseedor de unos 50 dólares extra que, lo sabré después, me pagarán con un flamante cheque. Reviso los souvenirs que he comprado, dos tazas, una playera de la selección de Sudáfrica (la verde, no la amarilla) y distintas curiosidades que inocentemente creo que me devolverán a estos días cuando esté lejos.
En Twitter se dice que con la segunda vuelta del Mundial se han animado las cosas y que de ahí en adelante todo será mejor. El futbol es alimentar la frustración constantemente.
Repaso de nuevo las negativas que me he dado para extender mi estancia. Pienso, sobre todo, en los amigos, a quienes les he reportado los sucesos del viaje minuto a  minuto.  Entiendo que otra condición terrible del viaje es la gente querida que dejas allá; ellos son el ancla que te advierte que aún a pesar del mundo afuera está la vida diaria: única dueña absoluta del resto de nuestros días. Entonces sé que debo volar de una vez por todas porque África es un continente adictivo y, en términos reales, podría quedarme 20 días más. 
Este día no ha sido africano. Pago la cuenta de mi habitación, descubro que el internet por el que sufrí toda la semana y por el que, según mis cuentas debía unos 280 Rands, ha salido gratis. Bendita hospitalidad africana de nuevo. Le regalo un gorro de México al conserje que era capaz de conseguir una lata de Coca Cola o un buen café a las cuatro de la mañana. Hoy África se integra a mí de una forma irreconocible.
En el aeropuerto salgo a estirar las piernas y me encuentro con Peter, un guía sudafricano (blanco) que habla un español rudimentario pero entendible. “Ustedes sólo conocieron una parte pequeñísima de África, casi nada. La próxima vez deben venir dos meses como mínimo”, y tiene razón. Aunque Johannesburgo fue una experiencia salvaje, la experiencia en Cape Town fue casi higiénica. Sin embargo, pienso que más que la ciudad, mis amigos africanos y sus historias fueron el redondeo de la vivencia. Peter se disculpa porque debe alcanzar a unos daneses a los que mañana llevará a nadar entre tiburones blancos. “Salúdenme a Cancún”, nos grita a la distancia.
Supongo que es eso, es como si alguien va a Cancún y piensa que conoció México. Pero no me detendré en eso minutos antes de subirme al avión. Arrastro un cansancio terrible. Durante estos días viví en dos horarios porque mientras estaba en la realidad real, en México dormían; y cuando me tocaba dormir, allá cada minuto se iniciaba el diálogo con alguien que quería que le relatara cómo era Sudáfrica. No pensaré, entonces, que desperdicié una semana de mi vida. Pero el olvido de las experiencias vividas empieza a cobrar la factura. “Vivir es un proceso de olvido”, ha dicho Daniel Sada. La salida del hotel, las despedidas, las maletas en el camión se parecen mucho al tránsito por un “no lugar” de los que hablaba Marc Auge. He dejado África antes de tiempo.
Creo que lo menos importante para México, o para Puebla, en estos momentos es el Mundial. Leo los periódicos y mi frágil inocencia se desbarata porque todos llevan, acaso, sólo un pequeño recuadro con los resultados. Las páginas enteras, los canales dedicados al futbol, las conversaciones cien por ciento futboleras sólo pueden darse aquí. Veo que en Puebla hubo un debate y que los medios empiezan a tomar decisiones políticas. Pienso en que he desaprendido ese seguimiento y actitud hacia ese día a día que culminará el día de las elecciones. Sé que ya no estoy en África porque pienso en eso.
Pero hay una tranquilidad en mí. Algo queda de los viajes después de todo. Escribo estas líneas y pienso continuar esta costumbre de escribir crónicas, antes de ponerme a trabajar en la nueva novela. Sé que de esa forma estaré al margen de las cenas políticas, de las campañas, de las listas de candidatos etéreos para dirigir esto o aquello. Pienso en esa vitalidad de Jojo, o la dureza de decisión de George, de tantos otros. La dignidad en los ojos de Jojo no puede comprarse con el oro de Johannesburgo. Cuando vuelva a Puebla regresaré a mi costumbre de pasar de la oficina a mi casa, de mi casa a la oficina. Sólo hacer el trabajo que me toca y nada más. Escribir, viajar y escribir lo que he visto. Incluso escribir esta fantasía que dura 30 días; un “mundo rosa” (diría un amigo periodista) en el que sólo el futbol importa. “Para esto es el futbol, para conocer gente que de otra manera nunca hubieras conocido.” Entonces sé que aquel juego de patear un balón y correr es sólo un pretexto. Shakira sigue sonando en todos lados. Imagino el desbarajuste que sucedería si Colombia organiza un Mundial y una cantante Paquistaní canta la canción pop oficial.
La selección mexicana de futbol nos despide con una victoria. “Comentan que alguien anda firmando tus libros, y despachando desde tu oficina”, me dicen en broma por Facebook. Ya veremos. Estos días del mundial de Sudáfrica. Este continente que aún sigue siendo desconocido. El mar y la montaña de Cape Town. Las niñas africanas bailando en shorts fuera de un Woolworth. El Soccer City el día de la inauguración lleno de mexicanos y sudafricanos. Los queridos Bafana Bafana. El canto terrible de sus vuvuzelas zulú. La lucha parcial de un Mandela al que quizá ya no le lleven noticias de la discriminación dura y cruel del día a día. Los mexicanos diciendo “ya no podría pedir más, me doy por bien servido”. Los mexicanos que hoy se fueron de fiesta y perdieron el avión. La calle de los bares y el cocodrilo. La escritura día a día de mi paso por este país, por esta ciudad, porque esta pequeña Disneylandia mundialista. Las crónicas para el periódico. La escritura, siempre la escritura. Sudáfrica y México al mismo tiempo. Viajar es un proceso de memoria. La conciencia del viaje es un proceso de olvido.




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