Jaime Mesa
Es sábado por la
noche y estoy en un local de kebabs. Varias fotos y un cuadro enorme con una
estampa folclórica de Estambul están al lado de un refrigerador de Coca-Cola:
sólo tiene tres hileras de Fanta de uva. Este mismo día en el estadio Royal
Bafokeng de Rustenburgo juega Inglaterra contra Estados Unidos. Después de
caminar por la ciudad, cambiar trágicamente los últimos dólares que traigo y
perder de vista a dos veracruzanos (de Martínez de la Torre) me siento y pido
dos kebabs de cordero. La primera opción han sido las hamburguesas Wimpy pero
aunque son de lo mejor creo que he abusado.
En la calle todo está tranquilo. Después del
carnaval del día previo a la inauguración, Cape Town se descubre como, supongo,
realmente es. Aunque en todos lados veo camisetas de varios equipos, y los
grupos de ingleses y norteamericanos empiezan a crecer hay un clima aletargado
que sirve de pretexto para que alguien diga: “este Mundial ha sido un fracaso.
Dicen que hay poca asistencia a los estadios”. El Mundial sigue pero hay algo
en el ambiente que dice que los mejores días se han ido. No es cierto. El
animal está descansando. Bafana Bafana yace en reposo porque debido al empate
de Francia México y Sudáfrica son cabeza de grupo. Extraños mecanismos que poco
a poco se irán clarificando.
“Vamos a comer cocodrilo y antílope”, me dice
el “Cepi”, prominente empresario de Puerto Vallarta que me ha dado su tarjeta
tres veces y que el día del partido inaugural fue al estadio vestido como el
Chapulín Colorado. Aquello fue memorable. Pasó más de dos horas tomándose fotos
con todo mundo e incluso dos televisoras lo entrevistaron. “¿Por qué decidió
vestir así?”, le pregunta una locutora argentina. “Porque este disfraz
representa el espíritu de México”, contesta, y luego añade que allá en su
tierra el mejor escritor vivo es Roberto Gómez Bolaños. Alguien de Paraguay que
pasa en ese momento lo secunda y dice que creció con Chespirito. Como debe ser,
como muchos lo hicimos.
El “Cepi” me quita el kebab de las manos y hace que pague la cuenta
aunque casi no he comido. “Nunca en tu vida volverás a comer avestruz”, me dice
mientras pienso en los criaderos del ave que hay en México, incluso cerca de
Valsequillo. Parece que me lee el pensamiento y adelanta: “pero esta es
africana, güey”. No digo nada y lo acompaño.
Uno debe salir del hotel, caminar una calle,
doblar a mano izquierda, pasar por un Kentucky Fried Chicken y seguir derecho.
A las tres calles inicia una kilométrica franja de bares y cafés donde suelen
reunirse los aficionados después del partido. Por ahora sólo se ven grupos
afuera de los bares, siete o nueve personas. Es decir, nada.
Los mexicanos ya no se saludan en la calle. Al ver las chamarras,
banderas, o playeras verdes cruzan una mirada, esbozan media sonrisa y siguen
adelante. Puede ser resultado del empate del primer juego, el cansancio, o
simplemente que hay paisanos por todas partes. Al segundo día uno deja la
pregunta “de dónde eres” para pasar al simple “qué onda”. Somos mexicanos,
venimos de allá. Por lo tanto, no hace falta saber mucho más.
El lugar se llama Mamma Africa, y tiene pinta
de restaurante nice de la Condesa.
Quizá la única diferencia es que al fondo hay un grupo con tres africanas
bailando con playeras de Brasil, y los meseros son ingleses de origen
paquistaní. Dos son de la India. Tienen pinta de estudiantes. El especial es un
platillo de tres tiempos que cuesta 220 Rands. Ensalada con queso feta; un platón
con salchichas de kudu (“es un antílope como esos de la esquina pero pequeño”),
brocheta de cocodrilo, y tres clases de frijoles dulces, además de una
guarnición de biltong (un tipo de
carne que la mayoría de las veces viene seca o curada). Entonces empieza una de
esas peculiaridades mexicanas que deleitan la imaginación. “Pienso que el Padre
Kino es el mejor vino que se produce en el mundo”, me dice el empresario.
Enseguida pienso en la tapa de metal (corcholata debería decir) que corona la
botella y en el sabor rasposo. “Mira, yo llego a un lugar, y por poco dinero me
puedo tomar tres o cuatro de ésas. Pidiendo otra botella sólo sería una. Es lo
mejor.” Pienso en Baricco y su ensayo Los
bárbaros donde se afana en advertirnos que la mayor parte del vino que
consumimos hoy está hecho para bárbaros, es decir, con un sabor fácil de
disfrutar, que acompaña bien la comida y que no vale lo que un automóvil. Sin
embargo, el Padre Kino pertenece a otra clase que se relacionaría más con la
pregunta: “Prefieres Mirinda, Fanta, Sangría Casera o Padre Kino”. Yo mejor
sonrío y poco a poco le quito la carta de los vinos para no dejar que pida él.
Les sugiero un Pinot Noir para que no mate los sabores raros que comeremos (lo
leí en una revista de modas) y ellos se quedan viéndome extrañados.
No he dicho que poco a poco han llegado otros mexicanos, un primo
del empresario, alguien de Guadalajara y otro de Mexicali. “Yo tengo una sex
shop que es de mi mujer”, dice otro de Puerto Vallarta que, sin embargo, tiene
su tienda en Nayarit porque en la ciudad no está permitida esa clase de
negocios. “Te lo digo así, aunque me maten y maten a mi familia a los narcos no
les voy a pagar protección” me dijo el día que lo conocí. “¿Allá en Puebla está
tranquilo?”, me pregunta pero estoy pensando si pagaría o no por protección.
La pregunta llega con la ensalada y la botella
que hemos pedido: “soy escritor y editor”, les respondo. A los cinco minutos un
gerente regional de la Corona me dice que en su correo electrónico está el
manuscrito de sus memorias, que me lo quiere pasar. “¿Entonces eres pobre?”, me
pregunta el empresario restaurantero y no sé qué responder.
Desde el principio escuché que al Mundial sólo venían ricos y los
afortunados malvivientes que habían ganado algún concurso. No sé en qué
categoría ponerme y cuando estoy por decirle la razón de mi viaje me
interrumpe: “deberías escribir mi vida, saldrían tres novelas”. Bien. Este es
el espíritu mexicano, la confianza, que debería estar, al menos 45 minutos de
un partido de futbol. O quizá sea por ese mismo carácter que a la hora de la
verdad ese espíritu mexicano se apaga.
El cocodrilo en la brocheta parece un camarón.
Al morderlo la primera capa es casi dura pero el interior es fresco y un poco
chicloso: tiene un gusto al final a pollo. Pero el saber que es cocodrilo es el
quid del asunto. Lo mejor es el filete del “ese como antílope chiquito” y las
salchichas de la misma carne. Lo más extraño es que no ocurre nada en
particular. Esta cena, este día después del partido se parece mucho a lo
cotidiano. Los asombros de los que están a mi alrededor vienen de describir al
mexicano más pretencioso que han conocido en Sudáfrica. El interés está en los
propios mexicanos. El ganador es un joven de 17 años que tiene boletos para
todos los partidos en una buena zona. Alguien menciona Televisa y que es el
hijo de alguien importante.
“Tú eres rico”, me dice directamente el
empresario. “Se te ve”, esta sentencia me parece mucho más extraña a la
primera. Pienso que cuando un mexicano viaja a otro país y encuentra a otros
mexicanos son libres de intentar dos cosas: eliminar su verdadero “perfil” y a
partir de eso crear un personaje que logre triunfar en una guerra de machos
alfa. Es extraño pero al final he ganado. Como pocos leen y nadie está
interesado en los escritores (hasta que los conocen y se sientan a comer con
uno) nos imaginan como personajes de una película de Hollywood. Entes del
espacio, extraterrestres que no tienen que ir a trabajar todos los días y son
más inteligentes porque “son filósofos” como termina diciendo alguien en la
mesa.
Cuando traen la cuenta y los empresarios y
demás personajes empiezan a buscarse Rands extraviados en el pantalón luego de
revisar la cuenta, afuera decenas de playeras blancas inician su recorrido.
Enseguida, del otro lado de la calle banderas de Estados Unidos hacen su
aparición. Esta ciudad está más tranquila, sí, pero también tiene
minicarnavales cada noventa minutos. El juego ha terminado y los gritos
animosos revolotean por la ciudad de nuevo. Serán pocas horas. Mañana hay que
hacer excursiones, nadar al lado de tiburones blancos, tomar el Turibús
sudafricano y comprar playeras Bafana Bafana (“no la amarilla, la verde”) para
regalar.
Antes de dirigirnos al hotel un lugareño se nos
acerca y nos dice: “party?”. Aún no es tarde y decidimos ir con él. Afuera del
restaurante de kebabs, el dueño ha confundido a tres ingleses con gringos.
“Lamento decirle que ninguno de nosotros somos de esos malditos americanos”,
responde el más alto de todos y le avienta el wrap de cordero a la cara.
Mi comitiva pasa de largo para recorrer la
calle que a estas horas apenas inicia su vida.
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