martes, 11 de junio de 2013

Día 4, El mismo cocodrilo, kudu, kebab y Wimpy de siempre



Jaime Mesa



Es sábado por la noche y estoy en un local de kebabs. Varias fotos y un cuadro enorme con una estampa folclórica de Estambul están al lado de un refrigerador de Coca-Cola: sólo tiene tres hileras de Fanta de uva. Este mismo día en el estadio Royal Bafokeng de Rustenburgo juega Inglaterra contra Estados Unidos. Después de caminar por la ciudad, cambiar trágicamente los últimos dólares que traigo y perder de vista a dos veracruzanos (de Martínez de la Torre) me siento y pido dos kebabs de cordero. La primera opción han sido las hamburguesas Wimpy pero aunque son de lo mejor creo que he abusado.


En la calle todo está tranquilo. Después del carnaval del día previo a la inauguración, Cape Town se descubre como, supongo, realmente es. Aunque en todos lados veo camisetas de varios equipos, y los grupos de ingleses y norteamericanos empiezan a crecer hay un clima aletargado que sirve de pretexto para que alguien diga: “este Mundial ha sido un fracaso. Dicen que hay poca asistencia a los estadios”. El Mundial sigue pero hay algo en el ambiente que dice que los mejores días se han ido. No es cierto. El animal está descansando. Bafana Bafana yace en reposo porque debido al empate de Francia México y Sudáfrica son cabeza de grupo. Extraños mecanismos que poco a poco se irán clarificando.
“Vamos a comer cocodrilo y antílope”, me dice el “Cepi”, prominente empresario de Puerto Vallarta que me ha dado su tarjeta tres veces y que el día del partido inaugural fue al estadio vestido como el Chapulín Colorado. Aquello fue memorable. Pasó más de dos horas tomándose fotos con todo mundo e incluso dos televisoras lo entrevistaron. “¿Por qué decidió vestir así?”, le pregunta una locutora argentina. “Porque este disfraz representa el espíritu de México”, contesta, y luego añade que allá en su tierra el mejor escritor vivo es Roberto Gómez Bolaños. Alguien de Paraguay que pasa en ese momento lo secunda y dice que creció con Chespirito. Como debe ser, como muchos lo hicimos.
El “Cepi” me quita el kebab de las manos y hace que pague la cuenta aunque casi no he comido. “Nunca en tu vida volverás a comer avestruz”, me dice mientras pienso en los criaderos del ave que hay en México, incluso cerca de Valsequillo. Parece que me lee el pensamiento y adelanta: “pero esta es africana, güey”. No digo nada y lo acompaño.
Uno debe salir del hotel, caminar una calle, doblar a mano izquierda, pasar por un Kentucky Fried Chicken y seguir derecho. A las tres calles inicia una kilométrica franja de bares y cafés donde suelen reunirse los aficionados después del partido. Por ahora sólo se ven grupos afuera de los bares, siete o nueve personas. Es decir, nada.
Los mexicanos ya no se saludan en la calle. Al ver las chamarras, banderas, o playeras verdes cruzan una mirada, esbozan media sonrisa y siguen adelante. Puede ser resultado del empate del primer juego, el cansancio, o simplemente que hay paisanos por todas partes. Al segundo día uno deja la pregunta “de dónde eres” para pasar al simple “qué onda”. Somos mexicanos, venimos de allá. Por lo tanto, no hace falta saber mucho más.
El lugar se llama Mamma Africa, y tiene pinta de restaurante nice de la Condesa. Quizá la única diferencia es que al fondo hay un grupo con tres africanas bailando con playeras de Brasil, y los meseros son ingleses de origen paquistaní. Dos son de la India. Tienen pinta de estudiantes. El especial es un platillo de tres tiempos que cuesta 220 Rands. Ensalada con queso feta; un platón con salchichas de kudu (“es un antílope como esos de la esquina pero pequeño”), brocheta de cocodrilo, y tres clases de frijoles dulces, además de una guarnición de biltong (un tipo de carne que la mayoría de las veces viene seca o curada). Entonces empieza una de esas peculiaridades mexicanas que deleitan la imaginación. “Pienso que el Padre Kino es el mejor vino que se produce en el mundo”, me dice el empresario. Enseguida pienso en la tapa de metal (corcholata debería decir) que corona la botella y en el sabor rasposo. “Mira, yo llego a un lugar, y por poco dinero me puedo tomar tres o cuatro de ésas. Pidiendo otra botella sólo sería una. Es lo mejor.” Pienso en Baricco y su ensayo Los bárbaros donde se afana en advertirnos que la mayor parte del vino que consumimos hoy está hecho para bárbaros, es decir, con un sabor fácil de disfrutar, que acompaña bien la comida y que no vale lo que un automóvil. Sin embargo, el Padre Kino pertenece a otra clase que se relacionaría más con la pregunta: “Prefieres Mirinda, Fanta, Sangría Casera o Padre Kino”. Yo mejor sonrío y poco a poco le quito la carta de los vinos para no dejar que pida él. Les sugiero un Pinot Noir para que no mate los sabores raros que comeremos (lo leí en una revista de modas) y ellos se quedan viéndome extrañados.
No he dicho que poco a poco han llegado otros mexicanos, un primo del empresario, alguien de Guadalajara y otro de Mexicali. “Yo tengo una sex shop que es de mi mujer”, dice otro de Puerto Vallarta que, sin embargo, tiene su tienda en Nayarit porque en la ciudad no está permitida esa clase de negocios. “Te lo digo así, aunque me maten y maten a mi familia a los narcos no les voy a pagar protección” me dijo el día que lo conocí. “¿Allá en Puebla está tranquilo?”, me pregunta pero estoy pensando si pagaría o no por protección.
La pregunta llega con la ensalada y la botella que hemos pedido: “soy escritor y editor”, les respondo. A los cinco minutos un gerente regional de la Corona me dice que en su correo electrónico está el manuscrito de sus memorias, que me lo quiere pasar. “¿Entonces eres pobre?”, me pregunta el empresario restaurantero y no sé qué responder.
Desde el principio escuché que al Mundial sólo venían ricos y los afortunados malvivientes que habían ganado algún concurso. No sé en qué categoría ponerme y cuando estoy por decirle la razón de mi viaje me interrumpe: “deberías escribir mi vida, saldrían tres novelas”. Bien. Este es el espíritu mexicano, la confianza, que debería estar, al menos 45 minutos de un partido de futbol. O quizá sea por ese mismo carácter que a la hora de la verdad ese espíritu mexicano se apaga.
El cocodrilo en la brocheta parece un camarón. Al morderlo la primera capa es casi dura pero el interior es fresco y un poco chicloso: tiene un gusto al final a pollo. Pero el saber que es cocodrilo es el quid del asunto. Lo mejor es el filete del “ese como antílope chiquito” y las salchichas de la misma carne. Lo más extraño es que no ocurre nada en particular. Esta cena, este día después del partido se parece mucho a lo cotidiano. Los asombros de los que están a mi alrededor vienen de describir al mexicano más pretencioso que han conocido en Sudáfrica. El interés está en los propios mexicanos. El ganador es un joven de 17 años que tiene boletos para todos los partidos en una buena zona. Alguien menciona Televisa y que es el hijo de alguien importante.
“Tú eres rico”, me dice directamente el empresario. “Se te ve”, esta sentencia me parece mucho más extraña a la primera. Pienso que cuando un mexicano viaja a otro país y encuentra a otros mexicanos son libres de intentar dos cosas: eliminar su verdadero “perfil” y a partir de eso crear un personaje que logre triunfar en una guerra de machos alfa. Es extraño pero al final he ganado. Como pocos leen y nadie está interesado en los escritores (hasta que los conocen y se sientan a comer con uno) nos imaginan como personajes de una película de Hollywood. Entes del espacio, extraterrestres que no tienen que ir a trabajar todos los días y son más inteligentes porque “son filósofos” como termina diciendo alguien en la mesa.
Cuando traen la cuenta y los empresarios y demás personajes empiezan a buscarse Rands extraviados en el pantalón luego de revisar la cuenta, afuera decenas de playeras blancas inician su recorrido. Enseguida, del otro lado de la calle banderas de Estados Unidos hacen su aparición. Esta ciudad está más tranquila, sí, pero también tiene minicarnavales cada noventa minutos. El juego ha terminado y los gritos animosos revolotean por la ciudad de nuevo. Serán pocas horas. Mañana hay que hacer excursiones, nadar al lado de tiburones blancos, tomar el Turibús sudafricano y comprar playeras Bafana Bafana (“no la amarilla, la verde”) para regalar.
Antes de dirigirnos al hotel un lugareño se nos acerca y nos dice: “party?”. Aún no es tarde y decidimos ir con él. Afuera del restaurante de kebabs, el dueño ha confundido a tres ingleses con gringos. “Lamento decirle que ninguno de nosotros somos de esos malditos americanos”, responde el más alto de todos y le avienta el wrap de cordero a la cara.
Mi comitiva pasa de largo para recorrer la calle que a estas horas apenas inicia su vida.



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