Jaime Mesa
Tomarle una
fotografía hubiera sido vulgar. Su nombre es JoJo y vive en Cape Town. Vende
playeras en un centro comercial cercano al hotel y gana menos de mil dólares al
mes. Tiene el cuerpo de un competidor profesional de caminata, no de corredor
de fondo.
Lleva una chamarra azul que dice Sudáfrica en la parte de atrás, un
gorro con la bandera de Ghana y unos jeans deslavados. Tiene novia, pero a
pesar de preguntárselo varias veces he olvidado el nombre. Nos hemos conocido
como se conocen todos en el Mundial: elogiando a la selección respectiva.
Jojo admira a Giovanni Dos Santos. Le parece tan capaz como Ronaldinho.
Dice que cuando Gío corre es como si viera el relevo del jugador brasileño. Los
otros mexicanos con los que me dirigía a un bar luego de ver el partido (hoy no
importa cuál) comentan si esos elogios desmedidos no traen detrás una segunda
intención: algunos Rands. Pero algo hemos aprendido: la hospitalidad
sudafricana es de primer orden.
Sin embargo, en ese gesto acumulan la pureza del alma africana pero
también años de dominación y lucha de clases. Es muy común ver a un sudafricano
detenerse para no estorbar tu camino, o, si por algún accidente te rozan
ligeramente el brazo se disculpan agachando la cabeza y haciéndose para atrás.
“Sorry, sorry, sorry”, es la repetición por excelencia cuando ante cualquier
evento el extranjero tenga o no la razón debe ser recompensando con esa mezcla
de servilismo y temor. Se nota en sus ojos. Es trágico ver en la mayoría de los
lugares el letrero: “Right of admission reserved”; o incluso tiendas cerradas
con rejas que se abren una vez que el dependiente identifica que el cliente
tiene buenas intenciones. Y es extraño porque Cape Town es una ciudad segura.
Digamos, tan segura como lo puede ser cualquier ciudad turística de un país en
vías de desarrollo. Cuando un negro como Jojo entra a una tienda es vigilado
durante su estancia.
Las cadenas de comida rápida, sobre todo de hamburguesas o de pollo,
suelen estar saturadas la mayoría del tiempo. En el mostrador se pueden ver
cuatro o cinco sudafricanos de color alzando su ticket de compra mientras la
cajera les arrebata el papel, lo mira y lo avienta sobre el mostrador. Esta
dinámica puede durar quince minutos. Y si por desgracia entra un cliente nuevo
con pinta de extranjero o un blanco, alguien como Jojo tendría que esperar un
nuevo turno. Lo curioso es que pocas veces se ve un reclamo ante este
comportamiento. Alguien como Jojo recogería el ticket y esperaría su turno
aunque le comente a sus acompañantes que ahí el servicio es lento. Pueden
gritar pidiendo la orden antes, pero si hay un extranjero en el establecimiento
trágicamente se hacen a un lado. A veces, por las calles los ves riendo, gritando
en medio de un grupo y silenciarse un poco cuando un grupo de policías pasa. A
veces, cuando entran por una puerta que no corresponde, o sucede algo que
podría tomarse mal, juntan las manos como si estuvieran rezando y hacen varias
reverencias seguidas. Parecería que fueran niños regañados por sus padres.
Jojo sonríe cuando le decimos que queremos conocer un buen bar
local, no uno repleto de turistas si no uno al que iría él. Sigue sonriendo, se
queda pensando sin ocultar sus dientes, se toca el gorro y alzando las manos
sobre la cabeza dice que conoce un par. Nos lleva a través de la famosa calle
de los bares donde los aficionados celebran noche a noche. Otro de los
mexicanos, este de Tijuana creo, se acerca a mí y me pregunta que de dónde ha
salido Jojo. Tampoco sé. Estábamos en una esquina esperando que uno de
Chihuahua saliera de una tienda y Jojo se acercó, hizo los comentarios
pertinentes acerca de nuestros jugadores y en cinco minutos ya caminaba a
nuestro lado.
Llegamos a un bar pero cobra 20 Rands y el empresario de Puerto
Vallarta (sí, el mismo que desde el partido inaugural se viste de Chapulín
Colorado para las presentaciones públicas dice que no quiere pagar. A Jojo eso
le parece normal y nos dice que podemos a ir a otro lado. Su elección es algo
más escandalosa que la primera. Los clientes están tan apretados que
continuamente se oyen envases de cerveza y vasos cayendo. El lugar tampoco
gusta y Jojo empieza a mostrarse tenso.
Bastaron dos minutos de la inmovilidad de Jojo para que George,
nacido en Camerún, criado en Nigeria y habitante de Cape Town se acerque y nos
pregunte qué necesitamos. A diferencia de Jojo, nuestro nuevo amigo mide 1.80 y
parece tacle de futbol americano. Sonríe menos y viste de jeans y una sudadera
del equipo de Rugby local. De pronto nos encontramos caminando hacia otro bar
donde sólo cobran 10 Rands. Tiene mejor apariencia a pesar de que la gente
también parece salirse por las ventanas. “Hay que atravesar un pasillo lleno de
gente y hay una sala donde podrán relajarse”, nos dice George, de Camerún. Al
pagar las entradas nos damos cuenta que la cortesía debe ser retribuida y los
invitamos. Jojo luce feliz al tener en el dorso de la mano el sello que le
permitirá entrar y salir a su gusto. Como guía, Jojo se abre paso y de vez en
vez mira hacia atrás para asegurarse de que vamos con él. Por su parte, George
permanece silencioso detrás y algo en sus ojos (un prejuicio aprendido en
televisión seguramente) me hace pensar que estamos cayendo en la trampa
perfecta.
Pedimos varias Castle y yo pago la de Jojo. “Lo próximo que te
pedirá es que lo adoptes y lo lleves a México”, dice el de Tijuana y no me
parece muy acertado el comentario. Sin embargo, de su bolsillo ha sacado dinero
para pagar la cerveza de George.
En realidad, pasando el pasillo atestado y doblando una esquina
hemos llegado a un salón de cuatro por cuatro metros cuya barra es atendida por
una mujer barman blanca. Aún no hay asientos disponibles y Jojo se queda
conmigo mientras George trata de conseguirle una mesa al resto. “Tengo una
pregunta”, le digo, “en México se ve mal, peligroso, que alguien solo se
acerque a un grupo como lo hiciste tú”. Luego trato de señalar la situación a
lo cual responde con más sonrisas. “Esto es el futbol, es para lo que sirve el
Mundial. Para unir a las personas, para hablar con gente con la que nunca
pensarías hablar.” “¿Pero y tus amigos? Es decir, ¿sales a la calle solo?” Jojo
responde que sus amigos han salido con él esa noche pero se han separado para
conocer gente. Me pide mi correo electrónico y mi número celular en México. Se
lo doy mientras hace comparaciones entre los delanteros sudafricanos y los
mexicanos. “Bafana hizo pedazos a su defensa”, pero enseguida avienta un elogio
que nivela la situación.
Después de un rato tenemos ganas de irnos y me despido de Jojo. Le
digo que si puede comprar un par de cervezas para nosotros, sonríe y le doy
unos 30 Rands. Él los toma, sonríe más y me extiende la mano diciéndome
“gracias, gracias”. Me doy cuenta que me expresé mal y él ha entendido que para
terminar la noche le “obsequio” dinero como agradecimiento. Sin embargo, no lo
aclaro y luego de despedirse cortésmente se aleja. Cuando busco a los demás veo
que están sentados en una mesa rectangular de un metro por cincuenta centímetros
que ha conseguido George. Él está en la cabecera y tiene un brazo contra la
superficie y otro sobre la cerveza.
Al salón han entrado tres edecanes de Miller invitando a una fiesta
el día 26 de junio. Aunque el de Tijuana sabe que se irá antes le explica a la
que parece la líder que tiene deseos de ir y que no se lo perdería por nada.
Incluso llena con sus datos (teléfono, correo electrónico) un talón que se
quedará a resguardo para promociones próximas. Antes de cualquier cosa le
pregunto a George en qué trabaja. “Vendo celulares en un centro comercial. Soy
el encargado regional en Sudáfrica pero la oficina central está en Nigeria”,
responde. Enseguida saca su teléfono celular y me pide mi número y correo
electrónico. Se los doy. Dice que si mañana necesitamos un auto él puede
llevarnos a donde queramos.
Antes de hacerle la misma pregunta que a Jojo “dónde están tus
amigos, por qué vienes solo y por qué estás con nosotros”, le digo que tomo
clases de francés. Hablamos un minuto en ese idioma y luego de declararme
incompetente me aclara el punto sobre los africanos y los grupos. Me dice que
él siempre ve por su familia cercana y por él mismo pero que debe ser egoísta.
Dice que tiene una gran familia que involucra tíos, primos y que no puede darse
el lujo de estar con ellos todo el tiempo porque hay una exigencia de proveer
muy grande. Es decir, si los trajera con él probablemente tendría que pagarles
los tragos. “Así que mejor salgo solo, conozco gente, gente nueva.” George
también nos ha estudiado y tiene dudas propias. “¿En México necesitan visa para
ir a Francia?”, cuando le respondo que no, se interesa más y me lo suelta:
“¿cuánto tiempo después de casarme con una mexicana necesito para que me den la
nacionalidad?”. Los ahí presentes nos quedamos en silencio, repasamos nuestro
escaso conocimiento en materia inmigrante y le decimos que aproximadamente un
mes. “¿Un mes?, ¿no un año?, ¿un mes?”, nos repite varias veces porque quiere
estar seguro de que no nos hemos confundido con el inglés. Está notoriamente
sorprendido. Eso es suficiente para que George caiga en un silencio que ya no
se irá.
Cada diez minutos se acerca a mí o a uno de nosotros y nos vuelve a
preguntar lo mismo: pasaporte, matrimonio. En alguna pausa me dice que no sabe
nada de México, que sólo conocía su nombre. Lo que realmente le interesa es
París. Una vez que ha asimilado su nuevo plan, nos habla de Camerún y de que
entre la carne de elefante y la de jirafa prefiere la primera. “Suelo comer
elefante”, comenta y la reacción mexicana es de sorpresa. Con George no
hablamos de futbol. Creo que ni siquiera le interesa. París es su verdadera
intención. Y para conquistar París primero debe casarse en México. De alguna
extraña forma estoy pensando en decirle que cuando vaya a México me busque, e imagino
un diálogo imposible con alguna amiga tratando de venderle la idea. Es una
manera exótica de recompensar la hospitalidad que nos ha dado Sudáfrica. “En
España deben pasar 5 años para obtener la nacionalidad. En México ustedes dicen
que un mes.” Le digo que no estamos seguros pero que probablemente sea poco. En
ese momento pienso si no le estaré dando falsas esperanzas a George.
Luego de que se acerca para confirmar que para viajar a París los
mexicanos sólo necesitamos pasaporte derrama su cerveza sobre mi pantalón. Se
asusta, trata de limpiarme con la mano y evitar que el líquido caiga por el
borde. Empezamos a decirle que no se preocupe, que está bien, pero se levanta
por un pedazo de tela y me lo ofrece con una reverencia que desvanece el aire de
jugador salvaje de futbol del principio. Los mexicanos sonreímos y le decimos
que eso está bien, que no pasa nada, que en México ocurre todo el tiempo cuando
se platica con amigos. “Amigo, amigos mexicanos”, dice en inglés y luego se
dirige a mí en francés. Nos empezamos a despedir y al darme la mano me dice muy
seriamente que por favor nos cuidemos, que nos aseguremos de traer a resguardo
carteras, celulares y cámaras, que odiaría que algo malo nos pasara; que aunque
Cape Town parezca seguro no lo es. Lo miro directamente a los ojos para
asegurarme de que no es una broma. Separo mi mano de la suya y me uno a la
comitiva mexicana que sale del bar a las calles de esta ciudad Sudafricana que
aguarda silenciosa a algún turista distraído.
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