Jaime Mesa
Es martes,
8 de junio, y estoy sentado en el asiento número 38 de un camión que nos lleva
al aeropuerto. El aire acondicionado se me riega en la nuca. A diferencia de
otros, este viaje aún no existe como plan, tampoco como visualización de esa
cosa rara que llaman “conciencia del viaje”. Y no existe porque no llevo
pasaporte ni visa. Tampoco estoy seguro del horario de mi vuelo ni de con
quiénes viajaré. Sí sé algo: el Rand (la moneda de Sudáfrica) vale 1.69 pesos,
he pedido varios días de vacaciones en mi trabajo y estoy iniciando una serie
de crónicas que escribiré los próximos días con motivo del Mundial de Futbol
Sudáfrica 2010.
Antes de tomar el autobús me han dicho que
“ésa” es la conciencia del viaje: la falta de seguridades e itinerario, el
dejarse llevar. Malamente esbozan el viejo lugar común de la diferencia entre
“turista” y “viajero” (odio que en estos tiempos alguien aún haga esa
diferencia: aunque duela aceptarlo es lo mismo ya). Pero la conciencia de
viaje, su espíritu, es que he confiado en que a las 7:30 de la tarde “alguien”
me esté esperando en el aeropuerto con mis papeles en orden. Las razones de
esta peculiaridad las contaré en las crónicas finales porque, sólo eso, nos
haría estar más claros del rumbo de la vida: la seguridad del azar.
En el autobús vamos 13 personas y no es tiempo
de describirlas porque estas peculiaridades, por ahora, pasan a ser meras
estampas de la “vida cotidiana”. Lo que se me ha pedido es otra cosa: el relato
de lo que sucede en un par de ciudades africanas durante la primera semana del
Mundial. La idea me emociona y más en estos tiempos virtuales donde la bitácora
es el Facebook y el Twitter. Ahora, entonces, lo importante será hacer un recuento
más amplio de los sucesos del día y no sólo el clásico tuitero: “Cape Town, dos
de la tarde, el cielo es azul”; o el “personas etiquetadas en esta foto” del
Face. Algo más. “Dicen que lo único que quieren es una especie de gigantesca
postal basada en mi experiencia: ve, sumérgete en el estilo de vida africano, vuelve y cuenta lo que has
visto” escribe David Foster Wallace en el extraordinario reportaje Algo supuestamente divertido que nunca
volveré a hacer donde cuenta su travesía en un crucero lleno de jubilados y
la hazaña de haber sobrevivido.
Así que
sólo una “especie de gigantesca postal basada en mi experiencia”.
Durante la
mañana, mientras ponía en orden los pendientes laborales pensé distintas
maneras de empezar el viaje, es decir, la crónica del viaje. Ayer en la noche
mientras arreglaba la maleta (10 playeras, 10 boxers, 10 calcetines, 2
pantalones, 3 sudaderas, 2 chamarras) pensé en cómo iba a poder terminar una
serie de crónicas así.
Le
daba vueltas a distintas ideas recordando grandes historias como El cielo protector (Bowles la novela;
Bertolucci, la película); El corazón de
las tinieblas de Conrad; o pensando en Humprey Bogart; o en Clint Eastwood
en su extraordinaria película Cazador
blanco, corazón negro basada en la novela de Peter Viertel. Con toda esa
información más la intuición de que sólo en el Mundial pueden verse verdaderos
héroes tuve pronto listas más de tres crónicas. La parte central estaba lista,
armada, alternaba el relato de lo que había visto (en la imaginación) con lo que
había leído y observado en las películas. Pero no podía dar ni con el inicio ni
con el final. La primera noción de esta incapacidad tuvo que ver con saborear
amargamente la revelación del estereotipo. Entonces supe otra cosa: no
conocería esa parte de África. Me hospedarían dos de las ciudades más
desarrolladas de ese continente y lo más cerca que estaría de un león en su
hábitat sería en mi habitación de hotel viendo la tele. No voy a esa África
indómita de la cual descendemos si no en la que, posiblemente, se desencadene
el declive de la humanidad (Isaí Moreno dixit).
El
tiempo no daría para más. Enseguida llegó la otra intuición que tenía que ver
con la imposibilidad de iniciar el relato de una serie de crónicas de viaje sin
haber llegado aún al destino. Entonces empezaron las reglas.
En
lugar de planear inicios y tener en el tintero esbozos de ideas preconcebidas
decidí pensar qué no tenía ganas de hacer. En primer lugar, trataré de incluir
el menor número de citas literarias, nombres de autores y libros; así como
omitir todo el mundo de películas que sobre África he visto.
No
desvincularía el Mundial de Futbol ni lo espectacular del viaje del
conocimiento de que Sudáfrica atraviesa por agudas crisis fruto, sobre todo, de
la lucha entre clases. El racismo, la pobreza, las ilusiones vanas y efímeras
que puede producir en la economía, en el ánimo y en la cultura a largo plazo de
un país del tercer mundo (como el mío) un evento de importancia internacional.
El hecho de que el gobierno “esconde a sus limosneros”. El hecho de que viajo a
un país difícil en el cual tengo que tomar precauciones razonables aún cuando
durante 30 días Sudáfrica tratará de minimizar sus defectos.
Por
último, tratar de vivir la experiencia “matándola” en tiempo real y tratar de
dar cuatro sintonías distintas para los cuatro medios en los que quedará
constancia de esta “especie de gigantesca postal basada en mi experiencia”:
Facebook (la bitácora con foto incluida en medio del Farmville), Twitter (la
caja inmensa de citas e información), un diario (el recuerdo de que una vez se
leía en papel; es decir, la nostalgia) y una revista (el reportaje de fondo; la
crónica larga; el periodismo literario que le llaman).
De
esta forma, relajé el cuerpo, apagué la Blackberry y decidí que el inicio de
esta primera crónica sería el mismo que Foster Wallace usó para su reportaje.
Luego decidí olvidarme de la tensión de los últimos días y hacer lo que hago
cuando leo un libro: divertirme.
Es
martes, 8 de junio, y son las 6:25 de la tarde. Pienso un instante en que
acaban de repatriar a unos hinchas argentinos, en que ayer hubo una “avalancha”
humana cerca del estadio de Johannesburgo porque regalaron las entradas y la
FIFA dice que “no lo organizó”; pienso en los Rands, en las máscaras africanas,
“leonoes bebés”, en “una chamarra del Mundial-yo te deposito”, en los llaveros
baratos que me han pedido que les lleve; pienso en la bendición de los
McDonald’s y su Wi-Fi, en la ruta del vino en la que me he inscrito desde
México, en las expectativas de mi editora y del director del periódico; en mi
cuate Juan Carlos Reyna de Nortec al que veré en Ciudad del Cabo (Cape Town),
en el inglés raro al que tendré que acostumbrarme; en el partido inaugural y en
el sino de que éste siempre termina empatado y es el más aburrido; en la
reventa para el juego de Italia del día 13; en la ausencia de leones y cebras;
en los diamantes, en que conocí las 10 calles que rodean mi hotel (Strand
Towers) por el Google Earth; en que ayer me despedí de México con tequila,
limón y sal mientras empacaba; y sobre todo, en las
miles y miles de situaciones, detalles, personas, momentos que no puedo ni de
lejos imaginar, que no he visto nunca en mi vida (y sobre las que en
consecuencia no puedo escribir aún) que me aguardan luego de un viaje de 23
horas por la ruta de Lima-Sao Paolo-Cape Town y que serán la verdadera
sustancia que trataré de darle al lector los próximos días.
De
esta forma inicia el viaje.
A
las 7:00 PM “alguien” me dará o no me dará mi pasaporte y la visa para
Sudáfrica. Y eso es todo. Así que esta serie de crónicas puede tener tres
temas: Cape Town-Johannesburgo-Mundial; o Alemania-Hugo Fortis-caos; o
Puebla-relatar peculiaridades de personas que los poblanos ven todos los días.
Ahí
vamos.
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