martes, 11 de junio de 2013

Día 3, aunque Sudáfrica ganó el partido terminó en empate


Jaime Mesa


“Soñé que empataban”, dice la esposa de un importante empresario de compra-venta de autos de Campeche. “En serio, algo como 2-2”, concluye mientras caminamos hacia las puertas de acceso al Soccer City. Su esposo trata de seguirle el ritmo pero se petrifica cuando un grupo de sudafricanos pasa a nuestro lado gritando de una manera que parece furiosa. “Déjalos, quién sabe qué dijeron. Sólo ellos se entienden”, concluye la mujer enfundada en una enorme chamarra negra de la Selección Mexicana de Futbol. Estamos en Johannesburgo, una ciudad completamente diferente a la ordenada, festiva y africanamente organizada Cape Town.
Joburg, como le dicen los lugareños, es una mezcla de Chicago, el puerto de Veracruz (sin mar) y el centro del Distrito Federal pero con las calles empinadas de San Francisco. Es la más importante de las nueve provincias sudafricanas, sobre todo por su producción de oro. Y está sucia, en cada calle se ven largas filas para tomar los autobuses y es dueña de un caos neurótico. Pero a lo que nosotros venimos es a ver futbol, más precisamente a ver el inicio de la Copa Mundial de Futbol.
Toda la semana los sudafricanos han amenazado a los mexicanos visitantes: “Bafana 3; México, 0”, dicen. Sin excepción. Como si se hubieran puesto de acuerdo. Hay tal orden y armonía en su dicho que estoy empezando a creerles. Sobre todo porque le he oído a más de un mexicano despistado la inocentada de: “México 5; Sudáfrica, 0”.
“The Spirit of Mandela is in Soccer City.” La primera gran ausencia del Mundial. Su bisnieta se ha accidentado y muerto al salir de un concierto el día anterior. Dentro del estadio todo es música de cornetas y camisetas amarillas. No hay más. Algunos oasis (tres) de camisetas verdes, el negro desapareció, pero sobre todo amarillo. Frente a donde estoy sentado se ubican las gradas de la prensa, un inmenso bloque blanco de los privilegiados: muchos millones de espectadores en todo el mundo están pagando esos asientos de lujo. Y hacen bien. Lo sorprendente es que a mi izquierda, a mi derecha, arriba, abajo hay una estampida sin movimiento pero con voz de camisetas amarillas. El verde, insinuado, salpicado, debería resultar un azul pero no. Hay desequilibrio.
En la cancha “El Conejo”, junto a los dos porteros suplentes, ha salido a calmar los nervios. Se le ve saltando más que otra cosa. Se ve nervioso. “El cielito lindo” inicia a los cinco minutos: no habrá himno, parece advertirse: acaba de modificarse. Sin embargo, al final “Masiosare” se hace presente. El sol nos pega en los ojos y a dos filas de mí una manta de dos metros se yergue con más júbilo que ninguna. Dice: “Juchitán, Chiapas”. Frente a mí alcanzo a ver una bandera azul en la que se lee: “Felipe”, así, nada más. Entonces recuerdo que momentos antes, en las palabras de inauguración el presidente de México, Felipe Calderón, estaba al lado de Blatter y del mandatario de Sudáfrica. “Ahora sí vamos a perder”, dice alguien. No importa porque antes otro ha dicho: “Ahora sí vamos a ganar”. La pluralidad revienta en el Soccer City. Aunque Johannesburgo es distinta, incluso en ánimos celebratorios, a Cape Town, aquí adentro se unifica la algarabía que África me enseñó ayer. Estoy sentado en una de las tres zonas de mexicanos que hay en el estadio. De una estamos separados por una franja enorme y amarilla. Los paisanos han quedado allá, sedientos de compartir groserías y elaborar luminosas previsiones del resultado final con más, cientos, de paisanos. Pero nos hermana el canto, más bien, la entonación amateur de la porra referida en algunas partes como “La Chiquitibum”.
“Jálate, Guille”, es el primer grito estratégico que lanza la hinchada mexicana. Hay buenos ánimos en los primeros minutos, hay sol, mucho sol y ráfagas constantes de un viento helado que, sin embargo, se rompe en pedazos al tocar una piel enorme que nos envuelve a todos. Ante el primer despegue del portero rival se inicia un “Eeeeeeee… (mientras calibra el saque) puuto (cuando la patada es ejecutada)” que se repetirá con insistencia durante todo el juego. Hay caídas en la cancha, poca velocidad, acomodo. “Bafana va a probar el chile nacional”, alguien inaugura para ponerse a la altura de esa otra joya que es “Bafana, pásame a tu hermana”. Ya son veinte minutos de lo más aburrido. La Budweiser está caliente y cuesta 30 Rands. Y entonces se produce una falta, ¡falta!, el primer cobro peligroso de una falta en todo el Mundial. “Son pendejos, son pendejos”, cantan y nadie sabe si la tarjeta amarilla fue para Efraín Juárez o para alguien más, con todo y que su rostro ha aparecido en los comerciales de Bimbo innumerables veces. Ya México debería conocer a sus héroes. Todo está sucediendo por primera vez. Y Gio intenta la primera jugada peligrosa del campeonato. Hasta ahora, ha sido Giovanni quien, como dicen, se ha echado el equipo a la espalda. Los jugadores allá abajo por momentos son entes oscuros, anónimos, porque son pocos los aficionados que pueden acertar a la primera: “Es Guille”, “no, no, es Guardado”, “que no, es Salcido u Osorio, alguno de los dos”. Entonces es tiempo del primer descontrol: “pinche México de mierda”. Me vuelvo y veo a una joven al lado de su madre aburrida. Son las 4:26 de la tarde de un 11 de junio que prometía más. Llega el absurdo: la afición celebra un mal lance de “El Conejo”, un arrodillamiento luego de repeler un ataque donde con trabajos consigue quedarse con el balón. Sudáfrica presiona en todo momento. Sudáfrica no quiere defraudar a su público, a su país, a su Mundial. Los insultos mexicanos (los otros no los entendemos, si los hay) se incrementan porque la selección va perdiendo en ánimo, en intención. Son como unos oficinistas (repito la imagen de ayer) cansados saliendo del trabajo.
El primer contraataque del Mundial es sudafricano. Por su parte, Giovanni parece ser el único con presencia pero un solo jugador, hoy, no puede ganar un partido. Gio lo vuelve a intentar. Consigue falta y una tarjeta amarilla para el enemigo. Son las 4:32 y nada ha pasado. No hay ánimo ya en las tribunas mexicanas. El número 4 de la selección alguna vez verde cobra la falta de Gio y fracasa. “Ese no es un portero, es una puta de cabaret”, le cantan al enemigo que se muestra impávido porque costaría mucho trabajo explicarle qué es una puta de cabaret. El público empieza a gritar: “Chicharito, Chicharito” cuando Gio falla una más. Qué poco duran los héroes en México. La selección nacional ha hecho más figurines, más detalles pero fracasa una y otra vez. ¿En serio hay que aplaudir el intento del intento en un juego de Copa del mundo?
Sudáfrica juega como ayer celebraban sus aficionados por las calles de Cape Town. Van hacia adelante, pasan, planean estrategias, corren, son un grupo, ¿no es eso futbol? México, en cambio, tira zapatazos, pases largos sin puntería, no exhibe ánimo, tira como quien juega canicas y espera atinarle a cualquier posición, sea el siete o el catorce, da igual, pero atinar. En las tribunas se oye por segunda vez el “Chicharito, Chicharito”. Son las 4:41 en Johannesburgo. Gio se interna, consigue un tiro de esquina. “Es el único, chingao”, dice alguien a mi espalda. El árbitro anula el primer gol del Mundial a las 4:43 de la tarde. Y es mexicano. Todos se enojan pero no sé si darles la razón. Cada que el Bafana es burlado se repite el “ole” que nos heredó España pero que, ahora, antecede pases arbitrarios, sin orden. ¿A quién le interesa saber los nombres de un equipo sin alma? Convendría, en todo caso, ponerle el nombre y número de Giovanni Dos Santos a todos los uniformes. El intento fallido es la mejor representación del espíritu del mexicano. ¿Quién está viendo un partido distinto? ¿Es verdad que esté pasando de nuevo? Guille se queja de un codazo que le han dado. “El Conejo” se avienta por el balón para suplir la ausencia del superhéroe que no ha venido al encuentro.
El medio tiempo sirve para recordar que el chofer del autobús ha hecho que nos perdamos la fiesta de la inauguración. Nadie parece protestar porque Shakira estuvo en un concierto la noche anterior y, entonces, no cantará hoy. “Sólo hubo unos bailarines que nadie pelaba”, me cuentan. Desde México me dicen: “en la transmisión de la tele dicen que hay un sector vacío en el estadio, y que son mexicanos que no han llegado”. Qué maravilla ser noticia internacional por dos segundos.
El primer tiempo no duró los 45 minutos reglamentarios. Fue, acaso, el lapso en que un humano promedio inicia y acaba un bostezo.
Con el segundo tiempo viene la primera crítica aguda y bien sustentada del Mundial: “La jugada del gol (anulado) no la pasaron en las pantallas. No fue fuera de lugar (la eterna disyuntiva); era imposible. No pasaron la jugada porque están cuidando a los árbitros.” Lo dice alguien de Guadalajara. México empieza su participación con una injusticia, señores. “Pinche Aguirre, que saque al Guille de mierda”, dice otro valiente, sabio. Más de lo mismo en los primeros minutos aunque Bafana lo está intentando con más entusiasmo. Y, entonces, a las 5:16 del día 11 de junio de 2010 cae el primer gol del Mundial y es sudafricano. Nadie de los verdes habla. El ruido terrible y total es de los otros. No hay “Cielito lindo” que resista un gol ni “Chiquitibum” que lo aguante. Yo vi el origen del gol. Cuando en la media cancha hubo un pase y por el rabillo del ojo vi la blancura del “Conejo” más alejado de lo normal, luego sus pasitos torpes hacia atrás, sus guantes malabareando en el aire, su imposibilidad. Crecen los sudafricanos. De tanto intento lo consiguen. Giovanni sigue tratando, pero Gio no puede solo: no es una súper figura internacional, sólo es una figura nuestra, íntima, familiar y campechana. Guardado hace lo que puede: revienta el Jabulani en las gradas. Los nervios, la intranquilidad de Aguirre que no se separa de su lugar. El presentimiento del horror. Pero si el juego termina así al menos México (o es Sudáfrica de nuevo) habrá roto el maleficio del empate en el juego inaugural. Los Bafana comienzan a respaldar con hechos sus amenazas. “¿Dónde está el ‘Chícharo’, nuestro salvador?”. Son las 5:27 de la tarde. Sudáfrica falla la segunda peligrosa, el segundo gol. El juego ya es africano. 5:31, en ese minuto los Bafana fallan lo que hubiera sido el tercero. Están cerca. La afición mexicana se contenta con una marcación de falta con todo y tarjeta amarilla. El cobro termina donde debería estar México: fuera. Es triste que un estadio repleto de sudafricanos le haya ganado a una selección y sin balón, sin meter goles. Eso es lo que ha pasado. A los 73:10 minutos de partido entra el “Chícharo” en lugar de alguien que será olvidado. Las pantallas a los lados del estadio anuncian que somos 84,490 personas. Cuántas están ganando y cuántas están perdiendo. Parreira aplaude: lo está consiguiendo. Con pases finos, carreras explosivas, pases largos y furor Bafana está ganando.
La afición renueva ánimos y está por ocurrir algo extraño, esas paradojas de nuestra selección. La afición mexicana se ha tardado 77 minutos en entonar el “sí se puede” de la esperanza. Entonces, al minuto 79 de juego Rafael Márquez hace un gol bien definido y con colmillo. México completo empezó a jugar, con un Gio cansado, al minuto 79. “El jorobado no corre”, gritaron cuando Cuauhtémoc no pudo alcanzar un balón. Pero enseguida, como si existiera una sesión de improvisación entre público y jugadores, Blanco genera un pase con toda su experiencia para esa renovación utópica del futbol mexicano que es el “Chicharito”, el pase de estandarte que, sin embargo, no concreta. Y otro más, igual, y Hernández falla. Ya cuando no hay nada que hacer le gritan a Gio: “vamos, Giovanni, es tu Mundial”, pero ya está cansado. En un último desborde “El Conejo” pensó que el tiro era gol, se quedó petrificado antes de que la acción terminara pero no entró el tanto de la victoria Bafana. No fue gracias al azar ni al viento sino al destino que ha vuelto irrompible la maldición de los empates (y de los juegos aburridos) del inicio. Añaden tres minutos más. La maldición no cambia y aunque ganó Sudáfrica el partido termina en empate. Todo acaba de una manera triste, con Bafana Bafana intentándolo una y otra vez sin rendirse, como el estruendo de sus cornetas aumentando y repitiéndose para siempre.




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