Jaime Mesa
Mi primer
pensamiento es que esto no se repetirá de nuevo. La caminata inicia desde
Strand y Loop Street y se prolongará unos 4 kilómetros. Tiene como destino
final el estadio de Green Point: ese magnífico monumento ubicado entre el mar y
la montaña.
No lo he dicho pero Cape Town es una suerte de Disneylandia
africana. La disposición de sus calles, sus vistas, sus locales y
construcciones dan la idea de un New Orleans de vanguardia. Salgo del hotel y
veo a cientos de aficionados, sobre todo italianos, caminar rumbo al onceavo
match del Mundial: Italia contra Paraguay, partido del Grupo F que iniciará a
las 20:30 horas locales.
El boleto se lo hemos comprado a una paraguaya
y a su esposo norteamericano. Hace tres horas caminaba con el eterno personaje
de estas crónicas, El Chapulín Colorado en su etapa sin disfraz, y otros amigos
cuando luego de un intercambio de “viva México” y “viva Paraguay” salió la eterna
pregunta: “¿van a ir al partido?, ¿tienen boletos?”. Entonces nos cuentan que
hace un año compraron unos 600 boletos por internet y que los han estado
vendiendo de a poco desde entonces. Les quedan cinco y valen 80 dólares.
“Muéstrales el holograma para que estén seguros”, oigo que ordena ella pero
nosotros ya hemos tomado los boletos y contamos con nerviosismo el dinero para
pagar. La conversión da el resultado de 618 Rands (“reends, man, reends”) y
oficialmente me quedo sin billetes. El cajero no ha aceptado mi Mastercard,
contraviniendo los anuncios de que es aceptada en cajeros de todo el mundo, y
sobrevivo pagando las cuentas de los demás y quedándome con el efectivo.
Horas más tarde el primer pensamiento antes de
sumergirnos en la marea de aficionados es que los boletos sean falsos. La noche
ha caído y la esperanza de estirar un poco más la estancia mundialista hace que
vayamos hacia adelante sin pensar en el lector de código de barras poniéndose
en rojo ni en los policías saltando sobre nosotros.
Es una marcha europea. Imagino que así deben
ser las caminatas para ir a ver a los equipos italianos: cantos, playeras
azules y la certeza de apoyar una selección fuerte. Algunos de los mexicanos
con los que voy van con chamarras, gorros, bufandas verdes y varias miradas nos
castigan por aquel partido amistoso donde México ganó. Gajes del oficio. Uno en
un millón. Pasará mucho tiempo para que los aficionados de un equipo importante
nos miren con recelo.
En el hotel he pasado media hora esperando a El
Chapulín Colorado y a su doble. Tan pronto han tenido los boletos en la mano
decidieron repetir la hazaña. La fama fácil es adictiva y necesitan más dosis.
Esta vez el clima no ayudará. Hace mucho frío y el cielo está nublado. Uno de
ellos, el doble, se ha puesto dos playeras pero se resisten a llevar chamarra.
La Policía ha marcado un camino custodiado por
vallas que llega hasta las puertas del Green Point. Lo que produce tener en la
mano boletos para un segundo partido es conseguir más para un tercero. Ya veremos.
A mitad del recorrido, cuando nos hemos
acostumbrado a ser parte de algo más grande que nosotros un chubasco aparece
para golpearnos con un mazo helado. Granizo. Golpes de hielo del tamaño de una
canica. El viento reventando la lluvia en nuestra cara. En diez segundo estamos
empapados. A nuestro lado un árabe para vendiendo plásticos rojos y azules.
Tomo uno y le doy los 40 Rands que pide sin hacer el intento de la conversión a
pesos. Justo cuando ya no siento las manos la magnífica estampa del estadio
aparece a lo lejos. Durante el camino he decidido “subir” la experiencia a
Facebook y a Twitter. Ahí haré mis anotaciones para la crónica. Pronto, los
contactos del Messenger empiezan a pedir más detalles; los del Facebook, fotos.
Luego de que la máquina de la entrada ha
confirmado que nuestros boletos son reales, buscamos la zona sur donde están
nuestros asientos. Hemos llegado temprano. Se ven largas filas vacías, y una
tranquilidad firme y descarada. A nuestra derecha un alemán baila solo.
Lo primero que pienso luego de los himnos y el
silbatazo inicial es que estoy contemplando a personas que valen millones de
euros corriendo sobre el pasto verde. Alguien en Twitter me pide una crónica
rápida: “Paraguay ha crecido, el espíritu moribundo de Cabañas permea al
conjunto. La muerte motiva más que nada”. Y es cierto, faltando dos minutos
para el cierre del primer tiempo Paraguay anota. Hay gritos aislados, no un
coro. Mucho ruido sin gritos de euforia. Ante cada acción peligrosa la mayoría
de los aficionados permanece en sus asientos. En los partidos que no te
importan lo mejor es concentrarse en la afición. Al inicio del segundo tiempo
veo la primera ola mundialista. Primero es un rumor de pies, justo como
toneladas de agua aplastando la arena, un murmullo callado que se va acercando
y que te levanta de tu asiento. El público la inicia y le dedica tanto cuidado
porque el juego es aburrido. Parece que el estigma de este Mundial es el tedio.
Tengo sueño, bostezo a mitad del desarrollo de un juego de la Copa. Debe
tratarse de algún tipo de blasfemia. Veo el partido a través de los comentarios
en internet. Tomo fotografías que envío y posteo en Facebook. Esa conexión hace
que permanezca despierto y que realmente viva la experiencia del partido. A
falta de emoción real, ficción cibernética con personas reales. Son las diez de
la noche, con frío, acá, mientras que en México son las tres y hace calor.
Las 62 mil 869 personas en el estadio no son
suficientes para constatar que estoy ahí. Quizá es el frío cristalizando mis
manos ayude. Como no hay movimiento en la tribuna uno puede pensar que está
ante de una pantalla de plasma. Tiene la misma definición, la misma calidad de
sonido. Grito en la penúltima jugada fallida de gol. Tengo hambre y en las
afueras del estado sólo aceptan Visa. Soy un mal anuncio para la Mastercard.
“¿De casualidad estás vestido de verde y gorro
rojo?”, me preguntan en Messenger. Digo que no. Es demasiada soberbia aburrirse
en un partido de Mundial. Quizá desde tu casa puedas hacerlo, salir por más
cervezas, cambiar de canal. Pero sería una descortesía cósmica hacerlo en
Sudáfrica. Pero por ahora es más interesante el febril diálogo con mis
contactos en México. Para ellos soy una extensión de la experiencia. Soy su
contacto con la realidad, con la constatación de que lo que ven en el televisor
realmente existe. De alguna insana manera, soy la respuesta al mal del siglo
XXI, la ausencia de comprobación que denota nuestra soledad y desconexión. Dejo
de prestar atención al partido para contestarle a todos esos iconos titilantes
en la pantalla de mi Blackberry que están hambrientos de realidad. Les digo que
el ambiente es perfecto, que las mujeres italianas son hermosas, que no hay
sensación como la de estar en un estadio mundialista. Miento.
A la salida un argentino pasa y nos palmea la
espalda: “bien, Paraguay, bien”. Los Chapulines van de rojo y parecemos
latinoamericanos. Así que debemos ser paraguayos. Entonces empezamos a celebrar
sin ganas el empate a uno mientras caminamos hacia el hotel muertos de frío.
Nada nos consolará esa noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario