Presuntuoso afán*
Para Adriana Jiménez
Jaime Mesa
En 1791,
James Boswell publicó la Vida de Samuel
Johnson. A través de algunas notas fragmentarias, correspondencias, trozos
de memoria y, sobre todo, una mirada audaz; Boswell escribió una de las más
lúcidas biografías inglesas y reconstruyó la imagen del que a sus ojos fue el
más célebre erudito y autor de su época. “Todo lo que sea relevante a un hombre
tan grande como él es digno de observarse con detalle”, afirmó Boswell al
respecto de Johnson.
A
diario, y desde el comienzo de su amistad, el discípulo se esforzó por
memorizar y transcribir lo dicho y lo hecho por su maestro durante las jornadas
en las que había tenido la suerte de acompañarlo. “El presuntuoso afán de la
existencia de James Boswell no fue otro que escribir la vida de su amigo y
mentor, Samuel Johnson”; y en su empeño por revelarlo no ocultó su parcialidad:
reverencia y afecto. “Sólo puedo escribir unas memorias disimuladas” advirtió Boswell.
Cuando
ambos se conocieron, Johnson tenía 53 años y Boswell 22. Fue un 16 de mayo de
1763 en una trastienda donde el joven cometió un par de errores de civilidad
que, pensó, le costarían el trato con el erudito. Sin embargo, no fue así, y
por una razón, no sé si extraña, el gran Johnson no volvió a soltar a Boswell;
se hacía acompañar por él, lo buscaba, e incluso, cuando se enteró por el
propio Boswell de la biografía que planeaba, rectificó alguna información y se
mostró complacido. Un aire de generosidad se respiró siempre en su relación.
Johnson le daba consejos al muchacho, lo apoyaba y lo escuchaba mientras que
Boswell atendía deslumbrado los consejos de su maestro; los cuales escribió a
manera de agradecimiento.
Hago
esta larga introducción porque el 18 de noviembre de 2011 murió Daniel Sada, y
desde entonces, a diferencia de Boswell, yo no he podido escribir más que
fragmentos torpes que apenas perfilan el maravilloso narrador, poeta y maestro
de escritores que Daniel fue. Nada, absolutamente nada, comparado con la
claridad de las memorias que guardo acerca de él.
Durante
el homenaje que le dedicaron en Bellas Artes, lo único que pude hacer fue una
mención al poeta de Watanabe que Sada siempre repetía: “Fuimos rebeldes y
audaces”; y ya.
Cuando
Isaí Moreno me habló por teléfono la misma noche del suceso para comunicarme la
noticia, y los días siguientes, pensé que yo no podría aportar nada para reconstruir
el perfil de Daniel, ni agregar un solo dato que pudiera ayudar a la
descripción o el análisis de su obra. De esa forma rechacé invitaciones de
amigos para hablar por escrito o en entrevistas sobre Sada. Me sentía vacío de
comentarios y opiniones. Supuse que en realidad no sabía nada de él.
No
tuve, y no he tenido, el valor de Boswell para escribir sobre aquellos días
junto a Daniel Sada que me transformaron y que fundaron en gran parte lo que
ahora soy como hombre y como escritor. Es decir, que fue tan grande su
generosidad que Daniel me abrió su vida entera y que en aquellas pláticas en su
casa o en un café me dijo todo lo que quería que yo supiera de él, y que aquello
fue un acto iniciático en mi propia vida.
Con el paso del tiempo, me he sentido
como Boswell, quien faltándole mucho para publicar la biografía, vio cómo
desfilaban decenas de notas y libros sobre Johnson que daban la impresión de
que ya no quedaba más por decir.
Ahora
me es claro que fue tal la impronta que Daniel Sada dejó en mí que me harán
falta años para escribir, si es que puedo, todo, o al menos parte, de lo que sé
acerca de él. Mi duelo aún no termina y el dolor me araña todo el tiempo cuando
dejo de pensar en la mentira que mantengo: “Daniel está de viaje, por eso no me
habla”. No he aceptado, como se hace con las personas que uno ama, que se ha
ido para siempre, y que ya no estará más para contestar mis correos o mis
llamadas, para darme consejos o para reírnos.
Confieso
que no fui a su entierro porque supe que no habría nadie que me comentara, con la
precisa ironía y humor negro de Sada, que aquel bebé (enorme y con bigotito)
que sostenía una señora era, en realidad, un hombre disfrazado para no tener
que cumplir con el rito. Confieso que no he ido a otros homenajes a Sada porque
sé que no habrá nadie a mi lado haciendo esfuerzos tremendos por no soltar la
carcajada, diciéndome: “Jaime, Jaime, fíjate en las patillas de aquel
moderador; para presentarse aquí los obligan a firmar un acuerdo de renuncia a
la dignidad”; ni que tampoco he leído lo que se escribe de él porque no hay
nadie que a las nueve de la mañana me hable a mi casa para comentarme el texto
y que, después de una incisiva broma, me dé una lectura extensa y profunda,
usando a los griegos, para explicarme por qué la perspectiva de este escrito
está mal.
Confieso
que también he dejado de hacer otras cosas: ya no he ido a la esquina de la
calle donde vivía Daniel y donde se ubica el restaurante Frutos Prohibidos, el
lugar en el cual, mientras tomábamos uno de esos jugos raros, me hablaba acerca
de la importancia de no intelectualizar cuando escribimos, de todos los grandes
errores que se derivan de ese ejemplo torpe de soberbia. Ahí, usando a
Fitzgerald (otro de sus adorados) me enseñó cómo hablar sobre una silla sin
mayor herramienta que el sentido común, y sin mayor pretensión que narrar lo
que es.
Con
todo este grito a la nostalgia pretendo nunca olvidar aquella frase de Boswell
que he citado al principio: “Todo lo que sea relevante a un hombre tan grande como
él es digno de observarse con detalle”.
Las
primeras lecciones que me dio Sada ocurrieron cuando lo conocí y le dije
ingenuamente que yo había escrito seis novelas y me aplastó diciendo: “ay, cabrón,
has escrito más que yo”; o cuando en su taller le imploré paciencia en la
entrega de mi nuevo capítulo porque, en mi inocencia, se me había ocurrido
leer Porque parece mentira la verdad
nunca se sabe (la gorda, decía él) y me había descuartizado el ritmo, la
percepción y todo mi escueto mundo literario, como si fuera un novillero embestido
por un Miura de 500 kilos.
Pero
en aquellas lecciones iniciales, durante mi primera juventud, mi frágil
conciencia trataba de disfrazar la sorpresa ante el encuentro con un ser enorme
a través de las risas que celebraban sus chistes (el mejor, el de la Abuelita
en Guadalajara) y sus observaciones finísimas y violentas sobre el mundo y los
demás. Fue hasta después que entendí que me revelaba, sutilmente, con trampas
de por medio, las grandes verdades que su espíritu y su sensibilidad altísima
construían, y con lo que escribió una de las obras más grandes en español. A
partir de entonces, mientras me reía, trataba de hacer anotaciones apresuradas (como
un Boswell inepto) de esas lecciones de literatura pero, sobre todo, de vida
que me daba cada tarde. Cuando su grandeza se me reveló, nunca más pude asistir
al taller que nos impartía o luego, como amigos, al cine, al beisbol, a los
cafés, a otras ciudades de México o a otro país, incluso, y ver en su discurso
sólo la superficie de su discurso. Entendí que siempre, siempre, había algo más
en cualquier cosa que decía. “Jaime, como escritor no puedes estar con una
mujer que no lea”, “Jaime, debes buscar que tu relación romántica sea
armoniosa, sólo así podrás escribir”, “Jaime, preocúpate por tener una obra
antes de criticar a nadie”, “Jaime, lee a un clásico y a un autor
contemporáneo”, “Jaime, debes entender ya que esta novela que acabas de
publicar ya no es tuya, que no te pertenece, que ya no puedes hacer nada en
contra o a favor de ella, que desde ahora le pertenece a la cultura”. Yo sabía
que cuando Sada cambiaba de sintonía, mientras le daba una mordida a un hotdog
de 30 centímetros (de sus comidas preferidas), se ponía serio y decía: “Jaime…”
mi mundo estaba por cambiar. Ese “Jaime…” era un presagio de un temblor.
Conmigo
fue un hombre estricto y generoso. Gracias a su lectura y recomendación
publiqué mi primera novela. Pero también, él fue el único que tomó el teléfono para
regañarme porque en un ensayo que publiqué cometí el error de suponer algo que
no era verdadero. Durante media hora señaló las carencias y debilidades de mi
argumento y terminó diciendo que no volviera a descuidar mis ideas así.
Su
humor y su percepción del mundo están reflejados, cómo no, en su literatura, en
su estilo, en estos saltos olímpicos del lenguaje, de escribir la frase más
barroca al lado del “sin querer queriendo” de Chespirito. Sada, a través de
cómo miraba el mundo, creó un universo total. Pero de alguna forma le puso
barreras, más que nada, pruebas que uno debe pasar para adquirir ese universo.
No es gratuito que, superficialmente, contraviniendo su aura de generosidad,
haya ejemplos de muchos alumnos que veían a Sada como demasiado riguroso, como
demasiado críptico en sus sesiones de taller; o que, al contrario, lo
observaron como “superficial” y que pensaron que en sus talleres todo era
chistes y risas. No sabían, quizá, que en cada observación aguda o simple estaban
las claves, no para entender su literatura, sino para entender el mundo, y
entonces sí, escribir una obra que contribuyera a revelar algo de la condición
humana como siempre nos exigía Sada.
A
veces me pregunto cómo ordenar toda esta observación que hice de él durante
años y contarla. A veces me digo que no es necesario porque mi literatura está
regida por su canon de lecturas, por su rigor de escritura, por esa exigencia
para conseguir altos vuelos. Recuerdo que cuando terminé mi primera novela le pedí
seguir en su taller y me dijo, serio, “Jaime, puedes quedarte pero tu siguiente
novela debe ser diez veces mejor que Rabia.
De otra forma no puedes estar aquí…”.
A
veces me digo que no es necesario contar todo lo que sé sobre Daniel Sada
porque la mayor parte de los conceptos que manejo en mis talleres de novela
provienen de él. Otras veces entiendo que aún no puedo definir un perfil de él,
ni escribir cómo era como tallerista, o cómo escribía o lo que sea porque,
excepto un año, el inicial, Daniel ha sido uno de los grandes amigos que he
tenido, un tipo con el que jugaba ajedrez, al que le contaba mis desatinos
amorosos (o mi encuentro con la mujer de mi vida, que celebró como padre
orgulloso), con el que comía tacos de cochinita pibil, y, sobre todo, el hombre
que cuando los otros compañeros de taller y yo tratábamos de encumbrar como el
Gran Maestro, nos desafiaba con genialidades para que no fuéramos tan groupies.
Alguna
vez le preguntamos, ingenuamente, qué se sentía escribir una obra maestra como Porque parece… Sin dejar de sonreír nos
respondió ufano y disfrutando con esa encrucijada que nos lanzaba: “Nada.
Absolutamente nada”.
Hay
una imagen espectacular que guardo de Sada. Un sábado por la mañana fui a
visitarlo a su departamento. Entré y caminé por el breve pasillo que conduce a
la sala. Primeró advertí el sillón que está contra los ventanales y enseguida
vi a Daniel, sentado, con los brazos sobre el respaldo, y su rostro perdido en
la inmensidad, en una infinita tranquilidad y calma; una sonrisa tenue, de
recién nacido, como si estuviera pensando diabluras, como jugando con su propia
armonía. Entonces caminé hacia él, vi cómo me sonreía y, aunque me miraba a los
ojos, durante diez segundos, mientras me acercaba, siguió perdido en la
infinidad de su mundo hasta que le extendí la mano y por fin cobró conciencia
de mí y me saludó. Ese momento, más que cualquier biografía, contará para mí la
vida de Daniel Sada. Hablará sobre esa quietud, sobre ese conocimiento de
causa, ese dominio de su entorno y de sí mismo, conquistado por sutilezas más
que por batallas feroces, en que reposa su literatura. Porque Daniel, antes que
escritor, fue un perspicaz testigo del mundo, un observador nato. Esa era la
fuente de su poder, un poder enorme. Sus juicios eran serios y tajantes, y
siempre iban sobre la capacidad o incapacidad que tenían los escritores para
ver ese mundo, ese otro mundo. La crítica literaria más grande que le escuché
fue a su regreso de un viaje junto a otro escritor cuando me dijo, cambiando su
sonrisa por un tono serio, “desconfío de su literatura, de la que ha hecho y de
la que hará, porque durante todo el camino vimos cosas maravillosas (habían ido
a una comunidad gris y apagada donde algún aficionado no habría visto nada) y
el único comentario que me hizo fue sobre el aire acondicionado de la
camioneta”.
Así
fue Daniel Sada, un gran observador del mundo y, claro, por eso, y por muchas
cosas más, un gran escritor cuyos libros permanecerán, incluso, después de que
quienes lo recordamos empecemos a morir. Si la mayor obra de Samuel Johnson es
la biografía que de él escribió James Boswell, ese compendio de anécdotas,
observaciones, de grandes aforismos y lecciones de vida y literatura; toda la
vida de Sada, su intención, su mundo interno y lo que pensaba del exterior,
están concentradas en su obra que día con día gana en lectores.
Mientras
me pongo de acuerdo conmigo mismo, con mi duelo y mi dolor; acerca de lo que
puedo escribir sobre la obra de Sada o sobre su vida, su maravillosa vida, me
contento con estos arrebatos nostálgicos, fragmentos de una realidad que sigue
siendo mía, que me aplasta cuando acabo una novela y no tengo quién me diga que
debo escribir diez o veinte veces mejor o que mejor no publique nada. O cuando
no tengo con quién hablar ocho horas seguidas sobre la importancia del refresco
llamado O-kay de durazno en la cultura gastronómica mexicana: que, si se ve
bien, son dos partes de la realidad que son la misma; cosas que Daniel sabía.
Fuimos
rebeldes y audaces. Sólo que ahora la cima en que retozamos es a ratos el
abismo de esta ausencia. Y lo que decimos, trozos de una memoria disimulada y
nostálgica, un presuntuoso afán por reconstruir al gran hombre, escritor y
amigo que fue, y es, en cada uno de nosotros, Daniel Sada.
* Leí este texto en el homenaje a Daniel Sada ocurrido en Tijuana hace unos meses.
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