El sábado 10 de mayo el suplemento "Laberinto" de Milenio publicó el siguiente fragmento de mi novela Rabia (Alfaguara, 2008):
Cinco minutos y las camionetas de las televisoras han llegado. Además, tres o cuatro camarógrafos salen del estadio y con las cámaras encendidas recorren las calles. Alguien ha empezado a romper los vidrios de las tiendas cercanas. Primero fue un tímido lance de una piedra. Casi con curiosidad. Luego otro más ha echado abajo una señal de Dead end y con ésta parte los parabrisas o abolla la carrocería de los autos. Cada segundo se incorpora una persona al ejército de ciudadanos destrozando el orden que minutos antes se mostraba impávido. La paz se mira en un hombre que se ha quedado inmóvil. Con una mirada más cínica se podría decir que lo disfruta. Ya soy uno más. Me distingue, si acaso, esa cierta incredulidad en mis ojos. Sin embargo, diez o veinte hombres más dejan ver el mismo semblante. Una hilera de autos tumbados sobre el toldo le confiere a la escena el presentimiento de que alguien ha muerto ya. Entonces de entre los grupos aislados que rompen vitrinas o autos, destacan siete hombres que se arremolinan sobre un viejo que, en el suelo, trata de cubrirse el rostro con las manos. Sangra. Los cuerpos llegan de todas partes, cesan en su empeño por derribar un semáforo. Y entonces cae alguien más. Y otro. Son objetivos que no representan nada en particular. Contemplo aquello y aprieto los puños. Me preocupa algo. Por eso miro a mi alrededor tratando de advertir un síntoma que me cambie de lugar en esa pelea. Entonces siento un extraño odio hacia el tipo que sostiene en alto una cámara de televisión. Por mi mente ya no pasan ideas, sólo impulsos. Pienso en aquel viejo, pienso en Emilia y Beca. Tengo en la cabeza al pelotón de mujeres que necesitan algo de mí, que no pueden contentarse con la idea de que las necesite por momentos y que luego no sienta nada por ellas. Yo también quiero cosas, como ellas. Traigo a cuenta la vergüenza que acaba de hacerme pasar Emilia y todo porque me ama. Sí, al principio es una cosa de odio, desatado por no entender por qué tengo que soportar aquello, por qué tengo que explicar mi comportamiento y mi poca necesidad de ellas, de todos, comenzando con Emilia y las otras. Por qué tengo que armarme de paciencia y explicarles que simplemente no me apetece, lo que fuera, que ya no quiero seguir más. Había tenido que armar todo un ritual para desprenderme de esas relaciones. Y entonces ahí estaban con sus necesidades, gritando, haciendo escenas, como Emilia, o llorando o lo que fuera que iban a hacer las demás cuando las dejara. La rabia que siento ahora es producto de esos seres a mi lado, de esos fantasmas que aun sin su presencia física piden algo de mí cuando no estoy dispuesto a darles nada.Azoto la piedra que momentos antes me ha servido para romper el parabrisas de un Mercedes contra la nuca del camarógrafo. Enseguida voy contra otro más y de un solo golpe le tumbo la cámara. Algunos más se me unen. Han entendido las señales que un nuevo líder ha dejado ver. Los que golpeaban al anciano cesan en su intento de quebrar más huesos y se dedican a cazar a los tipos de la televisión que ahora tratan de esconderse.Imagino a un hombre, luego millares como él lo harán, que sentado a muchos kilómetros de ahí, o incluso, en uno de los edificios cercanos, se levanta enfurecido del sillón porque la imagen en vivo que filmaba un camarógrafo se ha ido. Trata de cambiar de canal. Al final se conforma con una toma aérea desde los primeros helicópteros que llegan. Yo sólo he dado el primer golpe. Luego dejo que los demás terminen el trabajo. Alguien en las noticias de la noche, con mi imagen atrás en primer plano, dirá que he atacado a un símbolo. Se olvidará de los nombres de los cinco camarógrafos heridos de gravedad y del sexto muerto. Dirá que fue un ataque contra la libertad. Pero ya no tengo tiempo para pensar. Me siento vivo. Es la primera vez que la sangre que asciende vertiginosamente hasta mi cabeza me habla. Oigo el estruendo dentro de mí, el gemido placentero de mis células gozando con el quebrantamiento del orden. Ahora vamos hacia la camioneta de una televisora. La abrimos. Alguien se ha subido y zafa la antena satelital. Goza con el crack. El conductor, que ha permanecido todo el tiempo dentro, pone marcha atrás y acelera. Un hombre muere instantáneamente con el golpe de varias toneladas sobre su cráneo. Ni a mí ni a nadie nos importa. Sólo nos montamos en el vehículo, metemos los brazos por las ventanillas. Sangre. Por fin alguien logra llegar al rostro del conductor y mete los dedos en la cuenca del ojo izquierdo.Me tomo unos segundos para descansar porque siento los pulmones pegajosos y húmedos. Al cabo de un tiempo el miedo se adueña de mí. Cuando el rostro de Emilia y de las otras se van empiezo a sentirme como un ser indefenso. Ya no participo en la destrucción. De alguna forma he cambiado de bando e imagino que alguien me verá y vendrá tras de mí como antes fueron por los que protestaban por el inicio de la violencia. Aunque sé que el único lugar seguro es dentro del ritmo de todos, ya no tengo fuerzas. Mi cuerpo ha dejado de sentir placer y no sabe cómo reiniciar el impulso. Ya no llega. Atrás de mí escucho un grito agudo que cesa con un golpe, con el estallido de una mandíbula. A la distancia distingo nuevos colores. Enseguida el ulular de las sirenas. Tardíamente comienzo a ver otra clase de hombres. Pero poco a poco las manchas oscuras, ataviadas con caretas y escudos, se abren paso entre la multitud. Ahora la gente ya no destruye autos sino que se vuelve contra los policías. Se oye un disparo. Es increíble que estén disparando, me digo. En ese instante siento el dolor en los puños y en los brazos. Observo mis nudillos y me doy cuenta del horror de la carne destrozada. Casi puedo ver las salientes de los huesos. La policía va ganando camino. Ahora hay dos camiones lanzando agua a través de una torreta que tiene el aspecto de un cañón. En el centro de la calle se vislumbra, cuando la gente comienza a dispersarse, a un grupo de tres o cuatro policías que golpea a un hombre tirado en el suelo. Debe tener unos cincuenta años. Lleva una gorra azul de los Cubs. Lo reconozco y estoy a punto de gritar que lo dejen, que se han equivocado de hombre, que el pobre desgraciado es padre de un hijo con una prodigiosa memoria. Quiero gritarles que minutos antes, u horas, porque ya no tengo conciencia del tiempo, ha estado plácidamente sentado presenciando el juego, que tenía esa mirada tan dulce mientras la ilusión de padre se le escurría por todo el cuerpo. Los policías se retiran. Van buscando otros perpetradores. Quiero acercarme pero tengo miedo. Así que sólo miro. El hombre ha quedado en el suelo. Trata de levantarse torpemente. Eso me sirve para darme cuenta que el principal impedimento es la pierna partida en dos. ¿Dónde está el hijo?, pienso desesperado porque nadie ayuda al hombre.Imagino una toma aérea donde deben verse varias siluetas penetrando sistemáticamente a la turba. En el otro extremo de la calle se distingue una marea de cuerpos desplazándose para huir. En calles aledañas se nota la llegada de varias patrullas, cierran las distintas vías. Tres más aceleran a toda velocidad para tratar de cortarle el paso a los que corren. En medio, si se mira bien, un hombre está recargado sobre un auto. Inmóvil. Soy yo. A primera vista parece que sólo soy un paseante, alguien que iba a cruzar la calle en un mal momento.Cuando el sentido común, bombardeado toda mi vida con frases puntiagudas de no atreverme a estar fuera de la ley, me empieza a decir que es mejor arrodillarse y esperar la embestida de uno de esos hombres de negro, escucho un “psst, psssst” que surge de algún lugar arriba. Casi con desenfado vuelvo la vista y veo a una mujer que sale de una de las ventanas del edificio. Aún a la distancia puedo distinguir su gordura mórbida. Muestra una preocupación honesta y hasta cierto punto seductora. Por un momento pienso en mi madre. Entonces una caravana de sensaciones salvadoras pasa junto a mí. Sé que no es del todo imposible. Foster, c’mon, man. Why do you stand there like an idiot?, el tono de la mujer ya no se presta a confusión. Sé que no he visto a mi madre en años pero que jamás podría llegar a hablar con ese acento, ella tan propia, ella tan académica, ella tan… Cuando me doy la vuelta y escucho el sonido de la puerta que da la señal para abrir, y luego me introduzco en el edificio, aún no he recordado a quién pertenece esa voz. Antes de seguir subiendo las escaleras, me dejo caer en los peldaños. El dolor en los nudillos es espantoso. Ahora ya no puedo ver ni siquiera el hueso debido a la hinchazón. Sólo quiero dormir. Ahí mismo. Entonces veo desfilar una hilera de policías afuera y con renovadas ganas me levanto y avanzo.Cuando ubico esas facciones entre los innumerables rostros de mujeres que he visto en mi vida, maldigo.Pero no tengo otra opción e incluso ésa me parece segura. Sigo subiendo sin detenerme.
Jaime Mesa
3 comentarios:
¡Enhorabuena, Jaime! Es un deleite ver este capítulo de Rabia aquí; creo que es uno de los mejores.
¡Ay! ahí comienza lo bueno ¿no? se desata la Rabia y con Foster a la cabeza cualquier cosa puede suceder. Todavía no la termino ¡pero ya casi! de veras soprendiste, Jaime. Brenda.
íiiiiiinguesssssu... ta buena la violencia... ¿móchate, no? Un saludo.
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