Un bebé, dos bebés, tres bebés…
Alma Jacobo
Cuando descubrí que estaba
embarazada, le dije a mi pareja que no deberíamos parar hasta tener, al menos,
otros tres bebés más. La idea de una gran familia siempre ha estado en mi
mente. Entonces mi mamá me dijo: “Espera a tener al primero”. Ahora, cuando mi
hijo Dante tiene un año y medio y estamos en sus primeras vacaciones, y
reconozco en él a un niño alegre, cariñoso y feliz (todas las madres pensamos
que nuestro hijo es el mejor y eso es cierto), sé que seremos para siempre una
familia de tres.
Dante
hoy vio a su primer delfín. Es cierto. Mientras desayunábamos junto a la playa,
alzó su dedo hermoso y dijo: “íiira, íiiira, íra…”, como siempre hace cuando
algo lo sorprende. Lo vi, el pelo lacio y casi rojo, su rostro: una mezcla
deslumbrante entre mi nariz y las mejillas de su padre, entre mis labios y la
mirada serena y luminosa de su padre, y me pareció que el pasado, aquellos
nueve meses de embarazo, las 12 horas de labor, el primer episodio terrible que
vivimos a las dos semanas de nacido, su reflujo, y toda la atención, esfuerzo y
cansancio que mi pareja y yo habíamos depositado en Dante (porque el cariño no
puede medirse) habían valido la pena y eran, acaso, como un breve suspiro a comparación
de cada mañana cuando mi bebé abre los ojos, puntual a las 9, me dice: “hola” y
luego “mamá… leche” y yo tiemblo de emoción porque ese ser conocerá el mundo a
través de mí. A veces logro vencer esa alta responsabilidad cuando Dante
aprende un movimiento de baile, una mejor manera de subir y bajar de la cama o,
a pesar de mis celos de madre, se encuentra en el parque con una niña, la mira,
y ante su desconcierto se agacha y le da un beso rápido e inocente. Mi pareja y
yo sabemos algo: Dante no es una prolongación de nosotros ni la confluencia de
nuestras ilusiones. No, es una persona distinta y, aunque lleve nuestra sangre,
tiene otros gustos, ritmos, y tendrá una vida diferente y paralela a la
nuestra. Pero vibro de alegría cuando pienso que si somos cuidadosos, si cada
día acudimos a su crecimiento y lo llenamos de amor, compañía y seguridad, un
día será un hombre feliz. Entonces caminaremos a su lado y yo, aunque sufra por
no decirlo, sabré que fue nuestro bebé, indefenso, redondo, rojizo y que, alguna
vez, desde su cuna, me reconoció y me necesitó.
Mi pareja me
mira y sabe que estoy imaginando esto. “Podríamos tener otro, si quieres…”, y
la historia vuelve a iniciar. Los dos reímos como niños.
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