lunes, 17 de noviembre de 2014

Un bebé, dos bebés, tres bebés…



Un bebé, dos bebés, tres bebés…

Alma Jacobo

Cuando descubrí que estaba embarazada, le dije a mi pareja que no deberíamos parar hasta tener, al menos, otros tres bebés más. La idea de una gran familia siempre ha estado en mi mente. Entonces mi mamá me dijo: “Espera a tener al primero”. Ahora, cuando mi hijo Dante tiene un año y medio y estamos en sus primeras vacaciones, y reconozco en él a un niño alegre, cariñoso y feliz (todas las madres pensamos que nuestro hijo es el mejor y eso es cierto), sé que seremos para siempre una familia de tres.
Dante hoy vio a su primer delfín. Es cierto. Mientras desayunábamos junto a la playa, alzó su dedo hermoso y dijo: “íiira, íiiira, íra…”, como siempre hace cuando algo lo sorprende. Lo vi, el pelo lacio y casi rojo, su rostro: una mezcla deslumbrante entre mi nariz y las mejillas de su padre, entre mis labios y la mirada serena y luminosa de su padre, y me pareció que el pasado, aquellos nueve meses de embarazo, las 12 horas de labor, el primer episodio terrible que vivimos a las dos semanas de nacido, su reflujo, y toda la atención, esfuerzo y cansancio que mi pareja y yo habíamos depositado en Dante (porque el cariño no puede medirse) habían valido la pena y eran, acaso, como un breve suspiro a comparación de cada mañana cuando mi bebé abre los ojos, puntual a las 9, me dice: “hola” y luego “mamá… leche” y yo tiemblo de emoción porque ese ser conocerá el mundo a través de mí. A veces logro vencer esa alta responsabilidad cuando Dante aprende un movimiento de baile, una mejor manera de subir y bajar de la cama o, a pesar de mis celos de madre, se encuentra en el parque con una niña, la mira, y ante su desconcierto se agacha y le da un beso rápido e inocente. Mi pareja y yo sabemos algo: Dante no es una prolongación de nosotros ni la confluencia de nuestras ilusiones. No, es una persona distinta y, aunque lleve nuestra sangre, tiene otros gustos, ritmos, y tendrá una vida diferente y paralela a la nuestra. Pero vibro de alegría cuando pienso que si somos cuidadosos, si cada día acudimos a su crecimiento y lo llenamos de amor, compañía y seguridad, un día será un hombre feliz. Entonces caminaremos a su lado y yo, aunque sufra por no decirlo, sabré que fue nuestro bebé, indefenso, redondo, rojizo y que, alguna vez, desde su cuna, me reconoció y me necesitó.
Mi pareja me mira y sabe que estoy imaginando esto. “Podríamos tener otro, si quieres…”, y la historia vuelve a iniciar. Los dos reímos como niños.