viernes, 9 de agosto de 2013

Sobre "Ojos llenos de sombra" de Raquel Castro


"Adiós, Atari"
(Sobre la novela Ojos llenos de sombra de Raquel Castro)
Jaime Mesa


Al principio de la primera novela de Raquel Castro, Ojos llenos de sombra, se propone una idea interesante: a cada persona le espera, o le corresponde, SU bebida. Este superpoder únicamente se descubre después de un buen tiempo probando distintas bebidas para llegar a la correcta. La correcta, en este sentido, es la bebida que te permita “ponerte contento, arrastrar un poco las palabras” pero te aleja del llanto, del vómito y, sobre todo, de la cruda. 



En el caso de Atari, personaje y narradora de esta historia, una clavecinista de casi 18 años, que toca en un grupo de Gótico, el “snakebite” (sidra, cerveza y granadina) es la bebida correcta. Ahora bien, por el contrario, desarrolla la idea Atari, todos tenemos nuestra kriptonita que nos orilla lenta o precipitadamente al desfase entre nosotros, la realidad y la dignidad: es decir: el malacopeo.
En el caso de Atari, la un tanto ensimismada pero alegre protagonista, que contará en esta historia el fin de semana largo previo a una toma de decisión definitoria en su vida, la bebida maligna, la kriptonita, es el ron.
La destreza narrativa de Raquel Castro se siente desde los primeros capítulos: deja en claro el estado espiritual de la protagonista: la angustia; transmite la atmósfera donde transitan los personajes: algunos barrios del Distrito Federal underground, post-dark y gótico, con aire de los años noventa, a finales del siglo XX, donde la cultura de las tribus urbanas y el interés de los jóvenes asiste a tocadas, fines de semana en Cuernavaca donde hay sexo, drogas y rockanroll, aunque no para todos. En pocas páginas, Raquel Castro nos pone de frente a un puñado de personajes que pueden o no seguir o desear cosas que a nosotros como lectores nos interesen o seamos neófitos (por ejemplo, yo aún sigo sin saber porque los darks se visten de negro), y aún con la mención reiterada de grupos musicales, que podemos o no conocer, y la exposición reiterada de un sociolecto que, aunque en el altiplano podamos reconocer, no sé si exista en el norte o en el sur del país, mueve la novela en dos planos: por una parte, el deseo de individuos, tribus urbanas y una generación de explorar la cultura popular que les tocó vivir o de la que se apropiaron y, por otra parte, lo que vuelve a la novela sobresaliente y apta para toda clase de lectores: el deseo, la disyuntiva, y la crisis a la que se enfrenta Atari, el personaje central.
El primer plano de la novela, el que podría convocar etiquetas y que sin embargo es la mancuerna absoluta del segundo plano, puede compararse con la narrativa que pretende apropiarse de una generación, ya sea para negarla o asumirla o como un ejercicio de nostalgia. Quitando referentes de otras literaturas, Douglas Coupland como el ejemplo más famoso, traigo a cuenta la novela “Metro Pop” de Fran Ilich, publicada en 1997, que aunque hablaba de situaciones, temas y acciones que una buena parte de los lectores no conocíamos (Tijuana, la frontera, el spanghlis), unificó la atmósfera espiritual para que nos reconocieramos como síntomas de todas esas dudas y preguntas que Ilich diseccionó en su novela. Logró congelar un bloque temporal (obviamente también espacial pero en menor medida) para que, a la manera de un concierto, prendieramos el encendedor al identificarnos con lo que sucedía en el escenario. Así, implementando ese pequeño museo de la melancolía, Raquel Castro nos devuelve con sus páginas a la temperatura de una juventud por la que pasamos casi todos: recién salidos de la universidad, reconociendo qué bebida nos afecta y cuál no, tomando por efímeros los amores eternos y por eternos, los amores efímeros, llenando solicitudes diversas para hallar nuestra vocación y, sobre todo, decidiendo, en medio de un ejercicio ficticiamente consciente (nunca vamos a aceptar que casi no sabíamos lo que hacíamos), el resto de nuestras vidas. Esos escenarios generacionales hacen que Ojos llenos de sombra encuentre su sentido expansivo: todos de una u otra forma hemos estado ahí. El plus, entonces, es ese ejercicio paralelo y adherido a la mera idea de juventud, de la descripción (no minuciosa, camino del tedio) si no dinámica, y de señas, del mundillo dark y gótico y de sus fiestas que, por sí sola, se agradece.
Una de las delicias de este primer plano es el slang: “Bebesola”, “Animal del mal”, “se apestó”, y la insistencia de formas cómo “Qué transa”, “la tocada”, “luego de ahí nos vamos al roncanrol” que han sobrevivido como cucarachas a la bomba atómica que es el tiempo. Porque una de las virtudes de Raquel Castro es el rápido y eficaz uso que de la oralidad hace. En la novela todo parece platicado y, en consecuencia, los diálogos, son un ejemplo de síntesis dramática y sketchs individuales que atacan una forma juguetona del humor:
“Hola, ¿cómo hicieron para que las dejaran entrar?”, pregunta un tipo en una fiesta al ver a Atari y a su amiga tan jóvenes y dentro.
“Le regalamos coca al cadenero. Nos la da muy barata nuestra maestra del kínder”.
Desde aquí regreso al punto con el que inicié este texto. La intención de detallar ejercicios como el de qué bebida nos hace bien y cuál nos hace mal no se queda en la anécdota alcohólica. No, esta no es una novela sobre borrachos. Creo. Todo ese contexto que por distintas circunstancias es alcohólico y Dark, es un dardo preciso al corazón de un estado del tiempo que no explica (es decir, no es su esencia) pero sí construye a estos personajes.
El segundo plano de la novela está centrado en, ya lo he dicho, la decisión que Atari debe tomar cuando termine el último fin de semana antes de que el “fuimos rebeldes y audaces” se evapore. En eso y también en su buen olfato para definir un mundo interior a través de la percepción que nos muestra a una joven escindida del mundo en el que vive; que transita al lado de personajes que la jalan al lador oscuro pero que, también, la llevan al lado de la Fuerza. Una narración en primera persona, tan contundente, intensa, y perspicaz embona de manera natural con la conciencia que tenemos como jóvenes: el mundo gira a nuestro alrededor, y nuestro cuerpo y sentidos son un radar para ubicar lo que piensan los demás de nosotros, esa conciencia del Otro como mera pared, cueva oscura, que refleja nuestro eco. El mecanismo que Raquel Castro siembra en su narradora frena de manera eficaz la vertiginosidad y el impulso juvenil, y hace que esa conciencia pueda navegar las aguas de la quietud de la contemplación de las emociones recientes. En la juventud recordamos a cada rato porque lo que nos ha ocurrido es poco. La realidad es tediosa, apenas empieza, creemos que hay más, y el pasado es atractivo (dolorosa o placenteramente); es ágil porque nacemos con un sistema que brinca las partes aburridas de lo que nos pasó, ubicándonos en los clímax. Son muy reconocibles los momentos en los que justo antes de una crisis, o de la visión de la llegada de una crisis, Atari detiene su discurso, hace una pausa a la manera del Topo en Fantastic Mr. Fox, y rescata del pasado fragmentos con los que el lector va construyendo lo narrado en el presente. Emociones, situaciones, vistazos al corazón abierto de Atari, no para explicarnos su realidad a la manera de la película “Memento”, si no para entender las sutilezas que la convierten en un personaje memorable.
Este debut literario, que usa el humor como un elemento de la narración (cosa poco menos que extinta), que construyó una voz narrativa absoluta que nos hace pensar (y lo consigue) que es capaz de narrarlo todo; el interés por lograr una densidad muy fina, que casi parece superficial, para contar un mundo externo caótico y atrayente pero también un mundo interior pulcro y emotivo, me hicieron cautivo de esta novela y me impulsaron a susurrar, al momento final, “adiós, Atari”, como un gesto fraternal que rara vez se le concede a los personajes de ficción actuales.





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