"Adiós, Atari"
(Sobre la novela Ojos llenos de sombra de Raquel Castro)
Jaime Mesa
Al principio de la primera novela de Raquel Castro, Ojos llenos de sombra, se propone una idea interesante: a cada
persona le espera, o le corresponde, SU bebida. Este superpoder únicamente se
descubre después de un buen tiempo probando distintas bebidas para llegar a la
correcta. La correcta, en este sentido, es la bebida que te permita “ponerte
contento, arrastrar un poco las palabras” pero te aleja del llanto, del vómito
y, sobre todo, de la cruda.
En el caso de Atari, personaje y narradora de esta
historia, una clavecinista de casi 18 años, que toca en un grupo de Gótico, el
“snakebite” (sidra, cerveza y granadina) es la bebida correcta. Ahora bien, por
el contrario, desarrolla la idea Atari, todos tenemos nuestra kriptonita que nos
orilla lenta o precipitadamente al desfase entre nosotros, la realidad y la
dignidad: es decir: el malacopeo.
En el caso de Atari, la un tanto ensimismada pero alegre
protagonista, que contará en esta historia el fin de semana largo previo a una
toma de decisión definitoria en su vida, la bebida maligna, la kriptonita, es
el ron.
La destreza narrativa de Raquel Castro se siente desde los
primeros capítulos: deja en claro el estado espiritual de la protagonista: la
angustia; transmite la atmósfera donde transitan los personajes: algunos
barrios del Distrito Federal underground, post-dark y gótico, con aire de los
años noventa, a finales del siglo XX, donde la cultura de las tribus urbanas y
el interés de los jóvenes asiste a tocadas, fines de semana en Cuernavaca donde
hay sexo, drogas y rockanroll, aunque no para todos. En pocas páginas, Raquel
Castro nos pone de frente a un puñado de personajes que pueden o no seguir o
desear cosas que a nosotros como lectores nos interesen o seamos neófitos (por
ejemplo, yo aún sigo sin saber porque los darks se visten de negro), y aún con
la mención reiterada de grupos musicales, que podemos o no conocer, y la
exposición reiterada de un sociolecto que, aunque en el altiplano podamos
reconocer, no sé si exista en el norte o en el sur del país, mueve la novela en
dos planos: por una parte, el deseo de individuos, tribus urbanas y una
generación de explorar la cultura popular que les tocó vivir o de la que se
apropiaron y, por otra parte, lo que vuelve a la novela sobresaliente y apta
para toda clase de lectores: el deseo, la disyuntiva, y la crisis a la que se
enfrenta Atari, el personaje central.
El primer plano de la novela, el que podría convocar
etiquetas y que sin embargo es la mancuerna absoluta del segundo plano, puede
compararse con la narrativa que pretende apropiarse de una generación, ya sea
para negarla o asumirla o como un ejercicio de nostalgia. Quitando referentes
de otras literaturas, Douglas Coupland como el ejemplo más famoso, traigo a
cuenta la novela “Metro Pop” de Fran Ilich, publicada en 1997, que aunque
hablaba de situaciones, temas y acciones que una buena parte de los lectores no
conocíamos (Tijuana, la frontera, el spanghlis), unificó la atmósfera
espiritual para que nos reconocieramos como síntomas de todas esas dudas y
preguntas que Ilich diseccionó en su novela. Logró congelar un bloque temporal
(obviamente también espacial pero en menor medida) para que, a la manera de un
concierto, prendieramos el encendedor al identificarnos con lo que sucedía en
el escenario. Así, implementando ese pequeño museo de la melancolía, Raquel
Castro nos devuelve con sus páginas a la temperatura de una juventud por la que
pasamos casi todos: recién salidos de la universidad, reconociendo qué bebida
nos afecta y cuál no, tomando por efímeros los amores eternos y por eternos,
los amores efímeros, llenando solicitudes diversas para hallar nuestra vocación
y, sobre todo, decidiendo, en medio de un ejercicio ficticiamente consciente
(nunca vamos a aceptar que casi no sabíamos lo que hacíamos), el resto de
nuestras vidas. Esos escenarios generacionales hacen que Ojos llenos de sombra encuentre su sentido expansivo: todos de una
u otra forma hemos estado ahí. El plus, entonces, es ese ejercicio paralelo y
adherido a la mera idea de juventud, de la descripción (no minuciosa, camino del
tedio) si no dinámica, y de señas, del mundillo dark y gótico y de sus fiestas
que, por sí sola, se agradece.
Una de las delicias de este primer plano es el slang:
“Bebesola”, “Animal del mal”, “se apestó”, y la insistencia de formas cómo “Qué
transa”, “la tocada”, “luego de ahí nos vamos al roncanrol” que han sobrevivido
como cucarachas a la bomba atómica que es el tiempo. Porque una de las virtudes
de Raquel Castro es el rápido y eficaz uso que de la oralidad hace. En la
novela todo parece platicado y, en consecuencia, los diálogos, son un ejemplo
de síntesis dramática y sketchs individuales que atacan una forma juguetona del
humor:
“Hola, ¿cómo hicieron para que las dejaran entrar?”,
pregunta un tipo en una fiesta al ver a Atari y a su amiga tan jóvenes y
dentro.
“Le regalamos coca al cadenero. Nos la da muy barata nuestra
maestra del kínder”.
Desde aquí regreso al punto con el que inicié este texto. La
intención de detallar ejercicios como el de qué bebida nos hace bien y cuál nos
hace mal no se queda en la anécdota alcohólica. No, esta no es una novela sobre
borrachos. Creo. Todo ese contexto que por distintas circunstancias es
alcohólico y Dark, es un dardo preciso al corazón de un estado del tiempo que
no explica (es decir, no es su esencia) pero sí construye a estos personajes.
El segundo plano de la novela está centrado en, ya lo he
dicho, la decisión que Atari debe tomar cuando termine el último fin de semana
antes de que el “fuimos rebeldes y audaces” se evapore. En eso y también en su
buen olfato para definir un mundo interior a través de la percepción que nos
muestra a una joven escindida del mundo en el que vive; que transita al lado de
personajes que la jalan al lador oscuro pero que, también, la llevan al lado de
la Fuerza. Una narración en primera persona, tan contundente, intensa, y
perspicaz embona de manera natural con la conciencia que tenemos como jóvenes:
el mundo gira a nuestro alrededor, y nuestro cuerpo y sentidos son un radar
para ubicar lo que piensan los demás de nosotros, esa conciencia del Otro como
mera pared, cueva oscura, que refleja nuestro eco. El mecanismo que Raquel
Castro siembra en su narradora frena de manera eficaz la vertiginosidad y el
impulso juvenil, y hace que esa conciencia pueda navegar las aguas de la
quietud de la contemplación de las emociones recientes. En la juventud
recordamos a cada rato porque lo que nos ha ocurrido es poco. La realidad es
tediosa, apenas empieza, creemos que hay más, y el pasado es atractivo (dolorosa
o placenteramente); es ágil porque nacemos con un sistema que brinca las partes
aburridas de lo que nos pasó, ubicándonos en los clímax. Son muy reconocibles
los momentos en los que justo antes de una crisis, o de la visión de la llegada
de una crisis, Atari detiene su discurso, hace una pausa a la manera del Topo
en Fantastic Mr. Fox, y rescata del pasado fragmentos con los que el lector va
construyendo lo narrado en el presente. Emociones, situaciones, vistazos al
corazón abierto de Atari, no para explicarnos su realidad a la manera de la
película “Memento”, si no para entender las sutilezas que la convierten en un
personaje memorable.
Este debut literario, que usa el humor como un elemento de
la narración (cosa poco menos que extinta), que construyó una voz narrativa
absoluta que nos hace pensar (y lo consigue) que es capaz de narrarlo todo; el
interés por lograr una densidad muy fina, que casi parece superficial, para
contar un mundo externo caótico y atrayente pero también un mundo interior
pulcro y emotivo, me hicieron cautivo de esta novela y me impulsaron a
susurrar, al momento final, “adiós, Atari”, como un gesto fraternal que rara
vez se le concede a los personajes de ficción actuales.
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