“No son tantas las estrellas”
Jaime Mesa
Antes que nada, una advertencia de San Agustín, contenida en este libro que hoy presentamos: “el buen cristiano debe tener cuidado de los matemáticos y de todo aquel que haga profecías vanas”.
Pisot cuenta la historia del transcurso de un deseo.
Inicia en un tiempo muy lejano cuando la ciudad de México era un “nido de víboras y delincuentes” y cuando Policarpo de Salazar, antihéroe primario, pronuncia durante su niñez, con voz débil pero segura: “Sé cuántos resuellos dio antes de morir”, luego de contemplar la muerte de su padre.
Dos siglos después, en el México actual, un profesor universitario de nombre Marino prolonga ese deseo sucumbiendo ante el poder de la máquina. Si Policarpo había externado el horror ante la posibilidad de que un artefacto desplazara al hombre, Marino, inmerso en un mundo digital, mecánico y electrónico es víctima de ese demonio encarnado en el cero y en una pantalla de computadora.
Regresemos un poco, Policarpo de Salazar, relojero, calculista y asesino, desarrolla una predilección por lo verdadero, es decir, por los números. “El número se toma de la realidad no de los espectros: hay que salir a las calles por ellos para que sean de verdad”, dice el narrador de la novela. Así, Policarpo busca implacablemente el reflejo de la realidad, la confirmación de que algo, no imaginado por el hombre, no irreal, existe, tal como el Everest, o el Popocatépetl, que está ahí sin importar que el hombre ni su inteligencia lo resuelvan. El número, entonces, no se resuelve, es. Y sólo es capaz de asirse con el encabalgamiento de esos signos que sólo describen algo que ya estaba. Dice el narrador: “La mayoría de los atascos insolubles se encuentran no en el mundo real de la materia: los hallamos en el mundo de las ideas”. Y se revela después: “La Matemática, es decir, el conjunto de todas las matemáticas, surgió, no cuando el hombre adquirió la capacidad de abstraer el número. Lo hizo cuando éste comprendió la recurrencia de algunos fenómenos, cuando podía asegurar que al día seguía la noche, la noche el día, al día la noche y así sucesivamente.” Entonces, la búsqueda de Policarpo, como la mayoría de las grandes búsquedas, como aquel trineo del viejo Ciudadano Kane, es por la recuperación de la infancia, de la inocencia, quizá, único elemento inamovible y permanente en el ser humano. Con la búsqueda del número, esa presencia eterna, Policarpo trata de recuperarse.
“Cuando aprendí a contar”, dice el narrador, “los números me maravillaban. Entonces era inocente”. Ese descubrimiento genera en Policarpo la sensación, siempre perversa, de control. “Los ojos de Policarpo brillaron con la satisfacción enferma de los tiranos, cuando comprueban la extensión de sus dominios y su poder implacable para subyugar a las multitudes. De esta forma, Policarpo encuentra en la consecución de los resuellos y estertores de los moribundos una forma de contar la disolución del tiempo y, en consecuencia, de la muerte. Así, el relojero experimentado (quien ha construido un reloj que camina al revés para tener la ilusión frágil de que el tiempo no se evapora) comienza a sembrar su idea en la muerte de varias personas. Lo que nosotros llamaríamos “asesino serial”, un término moderno, en Policarpo se convierte en una demostración científica, como aquellos iniciales hombres de ideas que, a falta de recursos tecnológicos, usaban al mundo para experimentar.
Pero toda soberbia encuentra, siempre, una tiranía mayor.
De León, mentor de Policarpo, le muestra la puerta del infierno, el número mágico, buscado por culturas y generaciones, un número imposible por, visto en sus decimales, infinito, el 3.1415929… que posee exactitud hasta la penúltima cifra escrita. Le da una tarea imposible en la eternidad de los decimales: “No se puede lo imposible”. Con esfuerzos, el relojero asesino y calculista: “Pretendió atrapar un número cuyas décimas danzaban macabramente y se le esfumaban”. Su búsqueda termina con esta sentencia: “Todo era un ardid de la realidad: lo inmediato palpable se burlaba” y confirma: que quizá la geometría engaña y sólo el huracán es verdadero”. El colmo de este adversario (que es, como se ve una idea, una idea obsesiva) es la aparición de la Rueda (que pretendía avergonzar al hombre, sustituirlo en las tareas de la muerte: cambiaba los órdenes de lo existente, y desmembraba la perfección.), una máquina que podría ser capaz de calcular como ningún humano antes, incluso más que Policarpo, y matar el número infinito. La lucha consecuente de Policarpo, entonces, es contra la máquina, una metáfora de los demonios del progreso y la tecnología.
Con la máquina, la Rueda, Isaí Moreno emprende un juego con esa idea muy actual y de moda de que quien es dueño de una máquina, una computadora de última generación, una cámara fotográfica, por ese mero acto, es dueño, también, de todo el conocimiento que otros hombres, o la historia de la humanidad, han tatuado en la confección y uso de esos objetos. Ese mito que permite ventas multimillonarias y sueños macabros de posesión y conquista y que arrebata a las percepciones inocentes y engañadas la conciencia de que la máquina, aún un hermoso Iphone con Instagram, es inútil sin la mirada de un hombre sensible. Ningún ojo o inteligencia cultivada es capaz de, por ejemplo, arrebatar un poco de vida para plasmarla en una fotografía. La mirada o el lente. El cerebro o la tarjeta madre.
Aquí es donde se insinúa la conexión entre Policarpo y un moderno Marino. Y que uno, este último, es consecuencia del otro. Marino, profesor de matemáticas en la facultad, poseedor de otros miedos, pero con una noción primordial: “La máquina es la mediadora entre el hombre y los objetos abstractos”. Como con Policarpo, el hallazgo de este “hombre peligroso” y las insinuaciones de más asesinatos, nueve, en la búsqueda de una confirmación basada, de nuevo, en el número, trae consigo una nueva carrera para apaciguar la obsesión. El asesinato miente, la muerte es irreal; sólo el número es verdadero parecen decir con sus actos ambos personajes. Aunque no sé de números, ya me corregirá el autor, Policarpo parece tenerle miedo a la totalidad, a una máquina que logre resolver el enigma; y Marino, por su parte, parece aterrado con el enfrentamiento al cero, es decir, el vacío. Uno y otro, entonces, le temen al infinito.
Lo que creyó destrozar Policarpo fue encontrado por el narrador de la historia (un personaje anodino, preocupado, éste sí, por el amor y el desamor: de ahí su calidad de verdugo y príncipe valiente) y otorgado a Marino como venganza numérica: el cero imposible terminado en más números. El aterrador final demostrado con la presencia de un signo “crucial, sorprendente, monstruoso”, uno de los números de Pisot. El fin posible de lo infinito. Y quizá con eso, yo haya dicho una blasfemia matemática.
La novela de Isaí Moreno, gracias a la era digital, no termina en el FIN rupestre de la literatura en tiempo del papel. Acaba con una liga hipertextual a una página que muestra el “Número de Pisot”, que lleva a Marino a la gran pesadilla, el maligno poseedor o continuador o depositario de la locura de Policarpo.
La broma es que, si se consulta dicha página, se puede ver un anuncio estrambótico: “esta es documentación de un producto obsoleto, consulte el centro de documentación para la información más reciente”. Una vez ahí, siguiendo la instrucción, llegamos a un buscador, espacio infinito, como los ceros, fuente del vacío universal de la era informática, en el que cotidianamente tecleamos en busca de información que confundimos con conocimiento; y al certero botón de “búsqueda”. Entonces, el juego, vuelve a empezar.
Sólo quiero decir que teclee Pisot y obtuve 76 resultados. / 7 y 6 resulta en 13. No sé realmente qué signifique eso.