Corregir implica enfrentarte al que fuiste. Al escritor y, sobre todo, a los personajes que fuiste. Si escribir debe ser un salto al vacío, corregir se presenta como escalar por los muros imaginarios que rodean el vacío. Corregir es ir a contracorriente de quien has dejado de ser pero cuyo recuerdo permanece como una segunda piel, como una fiebre nocturna, o como una carta de amor que alguien encuentra en una caja luego de una mudanza.
Si escribir es el frenesí de colocar piedras para construir algo, corregir es golpear con un mazo esa pared de noches sin dormir, obsesiones y ausencia de vida. Corregir es la vida. Con sus rutinas, con su sabor agridulce, con sus mañanas grises y sus noches en el octavo piso de un hotel frente al mar.
Cuando escribo siento hormigas que corren por las venas. El éxtasis triunfal de quien abre una rendija y logra colar una idea que creyó imposible de decir. Cuando corrijo siento el tedio de los 300 días verdaderos del año, cuando la emoción pasa y cuando la tristeza de evapora. El día a día. Cuando sólo existen los pulmones jalando aire, el tum-tum-tum monótono del corazón, los riñones heridos por la silla incómoda y un ardor en los ojos. Cuando las ojeras obligan a la gente a decirte que todo estará bien pero no es cierto. Cuando sólo vas, sabiendo que van 17 días y faltan 283 de lo mismo. Y entonces, a pesar del tedio de corregir día a día, el café sabe mejor, los besos se sienten como se deben sentir, y alguien llega a casa después de trabajar y se acuesta junto a ti y tú no quieres huir sino quedarte. Ya no hay fuga. Hay permanencia en la vida.
La mejor parte de corregir es que, por fin, luego de un tiempo de excitación creativa puedes relajarte y ponerte a vivir un rato.
Si escribir es el frenesí de colocar piedras para construir algo, corregir es golpear con un mazo esa pared de noches sin dormir, obsesiones y ausencia de vida. Corregir es la vida. Con sus rutinas, con su sabor agridulce, con sus mañanas grises y sus noches en el octavo piso de un hotel frente al mar.
Cuando escribo siento hormigas que corren por las venas. El éxtasis triunfal de quien abre una rendija y logra colar una idea que creyó imposible de decir. Cuando corrijo siento el tedio de los 300 días verdaderos del año, cuando la emoción pasa y cuando la tristeza de evapora. El día a día. Cuando sólo existen los pulmones jalando aire, el tum-tum-tum monótono del corazón, los riñones heridos por la silla incómoda y un ardor en los ojos. Cuando las ojeras obligan a la gente a decirte que todo estará bien pero no es cierto. Cuando sólo vas, sabiendo que van 17 días y faltan 283 de lo mismo. Y entonces, a pesar del tedio de corregir día a día, el café sabe mejor, los besos se sienten como se deben sentir, y alguien llega a casa después de trabajar y se acuesta junto a ti y tú no quieres huir sino quedarte. Ya no hay fuga. Hay permanencia en la vida.
La mejor parte de corregir es que, por fin, luego de un tiempo de excitación creativa puedes relajarte y ponerte a vivir un rato.
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