La vocación de ser feliz
(Texto sobre el libro de ensayos La sonrisa de la desilusión, Tumbona, Guillermo Espinosa)
Jaime Mesa
Desde
hace algún tiempo la literatura en México se volvió una cosa seria que habla de
cosas serias. De esta forma, el humor quedó excluido, pienso, por dos asuntos
que se relacionan: el humor no es cosa seria porque estamos acostumbrados, por
falta de pericia técnica e ignorancia dramática, a que el humor no sea una cosa
seria.
Me explico.
Si en una escena, digamos un festín de la
corona inglesa, justo cuando la reina se va a sentar, alguien le quita la
silla, y la mujer real cae, el primer impulso es reír. Y en esto consisten la
mayoría de los desplantes humorísticos de nuestra literatura, es decir, gags,
pedacitos cuyo sentido inicia y se acaba en una anécdota chistosa o ridícula,
una ocurrencia que se desvanece para encadenarse con otra y con otra sin mayor
expansión. En cambio, si el escritor relata lo que sigue a continuación del
accidente, lo que hay después de la “carcajada”, la incomodidad posterior de
los comensales (por dios, la reina sigue en el suelo), el miedo atroz de los
sirvientes y de quien retiró la silla, etcétera, lo que conseguirá, alejado de
ese pedacito de humor, es el drama. La progresión dramática, el trastocamiento
de una carcajada en una mueca de temor.
Pero conseguir esto, arriesgarse a trabajar
esta progresión del drama requiere talento, oficio y conocimiento del alma
humana. Así, estamos acostumbrados a un chiste por aquí, a otro por allá. Risas
aisladas que entran en una categoría primaria que a los escritores les sirve
para hacer más amena su historia, o lo que cuentan, antes de entrar a los temas
serios.
No es gratuito, entonces, que Guillermo Espinosa declare
entre sus autores preferidos a Laurence Sterne y su inigualable Tristram Shandy, o al Tom Jones de Henry Fielding; o que su
educación literaria haya evolucionado en gran parte en Estados Unidos. Es
decir, su tradición proviene de esas fuentes donde el trabajo del humor es una
constante. Porque el humor, y esto lo saben los ingleses, pero también lo saben
autores como David Foster Wallace, es una de las construcciones más
inteligentes para protegernos, para evadir o para aceptar, entre otros, el
miedo a la muerte. Y esto, el análisis y reflexión acerca de la muerte, o de
los peligros que todos los días nos acechan, es revisar, por supuesto, una zona
central de la condición humana. Este libro pertenece, así, a la estirpe de esos
discursos narrativos que desde una aparente seriedad, y quizá por ella,
desencadenan carcajadas y risas ante la conjunción o el sometimiento de “lo
rígido” que se presenta como una caricatura de la seriedad, y no como su
bandera. La sonrisa de la desilusión, entonces, se emparenta con el humor serio
de los mejores escritores, del inicio del Tristram
Shandy, cuando se presenta, con un tono serio y erudito, y luego
descubrimos que no es más que un simple embrión antes de nacer.
Lo que ha construido Guillermo Espinosa en el libro
de ensayos literarios La sonrisa de la
desilusión es un artefacto de defensa personal. El mundo es salvaje y
peligroso, parece decir entre líneas el autor, y declaro mis zonas de confort,
y golpeo con un mazo mis filas y fobias, para salvarme de alguna forma. El
miedo a los finales (la muerte, las rupturas amorosas, la edad adulta que
destruye la infancia, incluso las mudanzas) es el gran tema de este libro. Su
forma, es la exposición obsesiva de distintos motivos como la paternidad:
“Quiero recuperar mi infancia de la única manera en que creo posible: en la de
alguien más”; la culpa o el temor a Dios; o el motivo que los engloba a todos:
la construcción de un mundo seguro, no cómodo, pero sí libre de peligros, dudas
y crecimiento (que es otro nombre de la muerte). “Algo tienen las recetas que
me tranquilizan”, dice Guillermo Espinosa. Durante todo el libro acudimos a la
lectura de “frases matonas”, de sentencias, en apariencia hijas del sarcasmo,
pero que se alejan del cinismo amargo de la mayoría de lo que se escribe hoy en
día y que proviene de la desilusión y la desesperanza. La constante en este libro,
también, es el optimismo, una ilusión casi alegre y tierna que le permite al
humor deambular sin exageraciones o chistes de cuatro pesos.
El autor tiene el conocimiento, y nunca lo oculta, de
su propia fragilidad. Además, se sabe un ser obsesivo y neurótico. Y proclama
en cada rincón la construcción de la estabilidad, divino tesoro, “extraño los
matrimonios por conveniencia”, dice en alguna parte. Y mientras uno ríe con los
argumentos que sostienen esa sentencia, entiende que detrás de todo aquello yace
el miedo a la pérdida del amor, a su búsqueda, pero también a la necesidad de
él. Si existen los matrimonios por conveniencia quizá la próxima vez no sufra
tanto. A la frase hecha de: “vivieron felices y comieron perdices” Guillermo tiene
la respuesta eficaz: “La frase es afortunada porque la felicidad puede radicar
precisamente en eso: en un par de pollos fritos”. Y su impostada amargura, que
es más bien una crítica certera hacia los aparatos artificiales de alegría,
prosigue así: “La felicidad a ultranza, la capacidad de ver el lado bueno de
las cosas, el no hay mal que por bien no
venga, me llenan de escepticismo e incluso de indignación”. Son
declaraciones inteligentes maceradas con la experiencia y la aceptación del
dolor y del deseo de sobrellevarlo. De sobrevivir.
Eso sí, Guillermo Espinosa revisa todos los ángulos,
no pide historias ñoñas o, si las pide, también está alerta a sus peligros.
Dice: “La felicidad ha sido ascendida recientemente a derecho humano universal.
Promulgadora de atrocidades cotidianas como el turismo, por ejemplo, o la
vocación profesional; la expectativa de la gran felicidad nos orilla a una
comodidad mediocre en la que esperamos su arribo sin riesgo”, este es el
peligro de vivir una vida cómoda. Ese fragmento encierra la huída de la
estabilidad pero sobre todo la necesidad de ella. Esa dicotomía que siempre ha
hundido al espíritu humano. “A pesar de todo, tengo todavía la vocación de ser
feliz”, dice trágicamente en otro momento.
Guillermo ha construido este libro hablando a cada
rato del pasado, disfrazándose, casi, de un viejito aletargado con aquello de
que “el tiempo pasado fue mejor”. La obsesión de Guillermo con su niñez es
notoria, y ahí la memoria (esos rasgos confusos de lo que creemos saber) y el
abismo de la infancia se conjuntan para tratar de fundar un lugar habitable,
esos olvidos y aciertos de la mente y el recuerdo, crean de una manera falsa
pero feliz, un escudo para vivir.
El espacio desde donde Guillermo Espinosa crea
este libro es la soledad, haciéndolo un laboratorio óptimo para la consecución
de obsesiones y neurosis, “Estaba confinado a mi propio yo y eso, lo sabemos,
hace que pensemos un poco de más y un poco más torpemente, sobre problemas
bizantinos”.
Desde esa soledad, desde la nebulosa de la
infancia, desde esa declaración del yo no ficcionalizado (es Guillermo, Memo,
siempre quien habla), La sonrisa de la
desilusión logra un acierto mayor, trascender su individualidad para
describir una zona, a un grupo de personas, con una cartografía en común: el
miedo, la culpa, la necesidad de buscar confort y seguridad. De lo que habla,
también, este libro es de gente que está llegando o ya llegó a la mitad de su
vida. Es decir, de treintones melancólicos que se afanan en lo imposible: tener
un final feliz.
Es curioso cómo se lee este libro. Incluso el
propio autor lo describe rumbo al final: en un libro de ensayos, casi siempre,
el lector lee realmente al autor. No como en una novela, donde la etiqueta de
“Ficción” hace creer que lo que sucede ahí tiene que ver con “otras personas” y
que, si acaso, el novelista es sólo el catalizador, el filtro. En un libro de
ensayos, esta distancia entre el narrador y el lector no existe y entonces un
libro de ensayos es una autoconfesión firmada. No se puede leer de otra forma
más que como “la verdad”, no una verdad, como en la ficción, sino como la
verdad, en este caso, del autor. De esta forma, La sonrisa de la desilusión mezcla el ensayo de ideas con la
literatura de la memoria, estas son “Las memorias trágicas y cómicas de
Guillermo Espinosa”, donde el mundo ideal tiene un bar donde el cantinero sabe
tu nombre.
Recuerdo una de mis primeras pláticas con Guillermo,
cuando éramos más jóvenes, sobre el desarrollo, sobre todo la domesticación
obligatoria de su fobia a volar. La dedicación con la que, con un sentido común
trastocado, y con toda naturalidad, me platicaba su empastillamiento para no
influenciarse por la conciencia de que podría morir o algo peor (siempre hay
algo peor para un neurótico) predijo la existencia de este libro.
Eso fue hace mucho tiempo. Y la hazaña, la feliz
hazaña, es que Guillermo Espinosa haya conseguido un libro como ya no se
escriben en este país: sin intelectualizar los temas, rodeado de un
conocimiento amplio (pero discretamente expuesto) de la cultura popular y
erudita, sí, pero sobre todo, basada en el conocimiento de las propias
fragilidades que la infancia y el miedo nos han dejado y que nos convierten en
lo que somos. Un libro cuya principal fortaleza es la declaración universal de
la fragilidad y los medios que tenemos para combatirla. Y el humor, demuestra
Guillermo, es una de las victorias pírricas más felices, que permite observar
con cuidado los temas verdaderamente importantes para (esto aterrará a
Guillermo) poder morir algún día en paz.